PORTAL MARTINISTA DEL GUAJIRO
"Purificaos, pedid, recibid y obrad.
      Toda la Obra se halla en estos cuatro tiempos"

Llamado “El Filósofo Desconocido”, pseudónimo que adoptara en 
sus escritos, nació en Amboise (Francia), el 18 de Enero de 1743, en el seno de 
una familia de la nobleza. Fue educado por su padre con la gravedad de costumbres 
de la época y por su madrastra -pues su madre había fallecido a poco de darle luz-, 
con ternuras tales que esta impresión sería decisiva en el futuro para todos sus 
afectos.
Ellas le harían amar a Dios y a los hombres con gran pureza, y su 
recuerdo sería siempre gratísimo al filósofo en todas las fases de su vida.
Habrá siempre una mujer santamente amada en cada una de las etapas a recorrer.
Su corazón, así dispuesto por el amor, recibió desde las primeras lecturas hechas 
a la edad en que despuntaba su inteligencia, una impresión y tendencias más decisivas 
todavía, más internas y más místicas. El libro de Abbadie, “El arte de conocerse 
a si mismo”, le inició en ese conjunto de estudios de sí mismo y de meditaciones 
sobre el tipo divino de todas las perfecciones, que sería la gran obra de toda su 
vida.
Físicamente preparado para los grandes vuelos espirituales, tenía un 
organismo muy delicado, pero indudablemente predispuesto a la vida del espíritu. 
A éste respecto dice en su “Mi retrato histórico y filosófico”: “cambié de piel 
siete veces durante mi niñez, y no se si a causa de éstos accidentes debo tener 
tan poco de astral”.
Poco se sabe de sus primeros años escolares. Por complacer 
a su padre y al protector de su familia, el duque de Choiseul, sigue la carrera 
de derecho, “pero preferiría dedicarse a las bases naturales de la justicia, que 
a las reglas de la jurisprudencia, cuyo estudio le repugnaba”, afirma su biógrafo 
M. Gence.
Esto se explica pues a los 18 años ya conocía a los filósofos de 
moda: Montesquieu, Voltaire y Rousseau, y cuando se ha tomado el hábito de aprender 
de leyes y costumbres con tales maestros es lógico suponer que Louis-Claude de Saint-Martin 
oiría con frialdad la palabra de simples profesores de jurisprudencia. En cuanto 
a la repugnancia que sentía por los códigos y tradiciones de la costumbre aplicadas 
a la justicia, se explica también por su carácter eminentemente espiritualista.
No obstante continúa sus estudios y se recibe de abogado y siempre por complacencia 
hacia su padre ingresa en la Magistratura, carrera que abandona seis meses después, 
a despecho de las perspectivas que ella le deparaba, ya que con la protección del 
duque de Choiseul le hubiera resultado fácil suceder a un tío suyo que desempeñaba 
por aquél entonces un puesto de Consejero de Estado.
Ingresa a la carrera 
de las armas, pese a que detestaba la guerra, no para hacerse una posición o distinguirse 
en forma llamativa, sino para poder ocuparse de sus estudios favoritos, la religión 
y la filosofía, evadiéndose así de las doctrinas materialistas de su época que llenaban 
de alarma su alma tierna y piadosa.
Gracias a la protección del duque de 
Choiseul, ingresa como subteniente en el regimiento de Foix, que se encontraba de 
guarnición en Burdeos, aún cuando no tenía instrucción militar alguna.
En 
aquella ciudad encontró el alimento que su alma pedía: el conocimiento.
En 
efecto; encuentra allí a uno de esos hombres extraordinarios, Gran Hierofante de 
iniciaciones secretas: Martines de Pasqualis, portugués de origen israelita, que 
desde el año 1754 iniciaba adeptos en varias ciudades de Francia, sobre todo en 
París, Burdeos y Lyon.
Al parecer ninguno de sus alumnos logró el conocimiento 
total de sus secretos, pues el mismo Louis-Claude de Saint-Martin, que debió ser 
uno de sus más ilustres discípulos, manifestaba que el Maestro no los encontró suficientemente 
adelantados como para darles a conocer el supremo secreto.
En esta escuela 
Martines de Pascualis ofrecía un conjunto de enseñanzas y simbolismos que unidos 
a ciertos actos de teurgia, obras y plegarias, formaban una especie de culto que 
permitía ponerse en contacto con las Entidades Superiores.
A este respecto, 
Louis-Claude de Saint-Martin diría 25 años después que la Sabiduría Divina se sirve 
de Agentes y Virtudes para hacer conocer el Verbo en nuestro interior, entendiendo 
por estas palabras a potencias intermediarias entre Dios y el hombre, para lo cual 
eran condiciones indispensables una gran pureza de cuerpo y de imaginación.
Estos intermediarios serían necesarios hasta tanto el hombre completara el ciclo 
de evolución, al terminar el cual sería igual a Dios y se uniría a El.
Louis-Claude 
de Saint-Martin prosigue estos estudios esotéricos en Burdeos desde 1766, y bien 
pronto despierta en él el deseo de hablar al gran público y de actuar fuertemente 
sobre las masas.
Siguiendo los deberes de su profesión abandona Burdeos en 
1768 para estar de guarnición en Lorient y Longwy, año en el que también su Maestro 
se traslada a Lyon y París, donde funda nuevas logias.
Esta separación es 
posiblemente la causa de que Louis-Claude de Saint-Martin abandone la carrera de 
las armas en 1771, determinación grave en su caso pues implica el bastarse a sí 
mismo careciendo de medios de fortuna y corriendo el riesgo de disgustar a su padre, 
lo que felizmente al parecer no sucedió.
Su vocación está ya perfectamente 
establecida. Él será un Director de almas. De lo alto viene el mandato y su vida 
se dedicará por entero a ello y a su propio perfeccionamiento.
Se traslada 
a París, donde bien pronto se pone en contacto con los alumnos de Martines de Pasqualis: 
el conde D’Hauterive, la marquesa de la Croix, Cazotte y el abate Fournié.
Con los dos primeros persistirá la amistad durante toda la vida por la gran 
afinidad en sus aspiraciones y especialmente con el conde D’Hauterive, con el que 
se encuentra desde 1774 en Lyon, ciudad a la que se traslada Louis-Claude de Saint-Martin 
y en la que Martines de Pasqualis había fundado la Logia de la Beneficencia. En 
ella siguió un curso de estudios y en compañía de D’Hauterive durante tres años 
se dedicaron a experimentaciones tendientes a entrar en contacto con los Seres Superiores 
y lograr el conocimiento físico de la “Causa activa e inteligente”, nombre con que 
se conocía en esa escuela teúrgica al Verbo, la palabra o el Hijo de Dios.
Por esta época, o sea cercano ya a los treinta años de edad, Saint Martin era 
ya muy bien recibido en el gran mundo. Se le describe como dueño de una figura expresiva 
y noble gesto, lleno de distinción y reserva. Su porte anunciaba a la vez el deseo 
de agradar y el de dar algo. Bien pronto fue muy conocido y buscado en todas partes 
con gran interés.
Le tocaba actuar en el seno de una sociedad muy mezclada, 
poco seria y mundana, en la que el rol a desempeñar fue considerable desde el principio.
Nacido en el mundo y amándolo, siempre alegre y espiritual cuando le convenía 
serlo y habitualmente teósofo grave y humilde con apariencia de inspirado, él gozaba 
de toda la deferencia que semejante actitud otorga en la sociedad femenina.
Su doctrina, completamente opuesta a la filosofía superficial que reinaba en 
aquellos días, era justamente la llamada a golpear en los espíritus preparados a 
oír la gran verdad.
Y mientras iba cumpliendo su misión de director de almas 
en tan abigarrada sociedad, fructificaban los viejos estudios en largas meditaciones 
que culminarían en 1775 con la publicación de su obra “De los errores y de la Verdad” 
publicada en Lyon, con el pseudónimo de El Filósofo Desconocido.
Este libro, 
refutación de las teorías materialistas en boga en esa época, muestra que la gran 
fuerza que se manifiesta en el Universo y que le guía, su causa activa, es la Palabra 
Divina, el Logos o el Verbo. Es por el Verbo, por el Hijo de Dios, que el mundo 
material fue creado, como así también el mundo espiritual. El Verbo es la unidad 
de todos los poderes morales o físicos. Es por él, o tal vez emanado de él, que 
se tiene todo cuanto existe.
Esto último, la teoría de la emanación, provocó 
la ira de sus adversarios, pero sus amigos, viendo en él un audaz y poderoso campeón 
del espiritualismo que el siglo quería o parecía considerar como definitivamente 
perdido, se agruparon a su alrededor con gran deferencia. Este debut parecía revelador 
de un escritor profundo, y aunque en ese entonces Martines de Pasqualis vivía entre 
ellos, nada publicaba y por el contrario pasaba enteramente desapercibido. Esto 
trajo posiblemente la confusión de atribuir a Louis-Claude de Saint-Martin la fundación 
de la escuela de los Martinistas en Alemania y otros países del Norte, lo que al 
parecer no fue así, pues se trataba de un conglomerado de logias y santuarios que 
adoptaron las teorías secretas de Martines de Pasqualis más que las de su discípulo.
Louis-Claude de Saint-Martin fracasó, al parecer, como fundador y en realidad 
la escuela de los Martinistas debió llamarse Martinesistas para distinguirla de 
los discípulos de Louis-Claude de Saint-Martin.
No era una obra externa su 
verdadera misión, sino la ya mencionada de director de almas, a punto tal que de 
sus escritos y correspondencia íntima se deduce claramente que aparte de su labor 
de propio perfeccionamiento, era su labor de misionero de la Gran Obra que le estaba 
encomendada. Y a ella se dedicó lleno de ardor, rico en fuertes convicciones, gozando 
con prudencia de una juventud bien gobernada, empujado por el éxito y muy bien recibido 
aún donde no lograba su objetivo o sea la dirección del alma, siendo su propaganda 
activísima en el gran mundo.
Tenía contacto con innumerables personas en 
muchas localidades de Francia y en todas ellas existían grupos que efectuaban experimentos 
psíquicos y de mediumnidad. No era éste el fuerte de Louis-Claude de Saint-Martin 
y aunque reconocía la realidad de ciertos resultados, prefería su papel de enseñante, 
que le daba muchas satisfacciones y en algunos casos admirables resultados.
Buscaba sus discípulos entre las personalidades más destacadas en la época, 
ya fueran hombres de ciencia como el astrónomo Lalande que no lo comprendió, o el 
Cardenal de Richelieu con quién mantuvo varias entrevistas, pero al que por fin 
debió abandonar debido a su edad y sordera.
Al duque de Orleans, que se haría 
celebre pocos años más tarde por la revolución, también lo desechó, pese a que ya 
en ese entonces era el exponente más elevado de las nuevas ideas que iban a cambiar 
la faz de Francia.
No se apegaba a los hombres; sólo buscaba las almas que 
necesitaban su dirección.
En 1778, ya en sus 35 años de vida, se traslada 
a Tolosa, donde por dos veces su corazón parece querer traicionarlo y apegarse afectivamente, 
a punto de pensar en el matrimonio. Pero poco tiempo después consideraba ambas experiencias 
como verdaderas pruebas, de las que había sacado como consecuencia que no había 
nada en la tierra que pudiera apegarlo y alejarlo de su misión.
Pocos meses 
permaneció en esta localidad, retornando a París, ciudad a la que llamaba su purgatorio.
Louis-Claude de Saint-Martin es el enlace entre las logias místicas de la pre-revolución 
francesa y las logias sociales de la época liberal.
Hacia fin del siglo XVIII 
Francia estaba llena de logias masónicas fundadas por Cagliostro y, cercanas a París, 
en Versailles, Martines de Pasqualis había fundado las que posteriormente se denominarían 
de los Filaleteos y Orades Profes. Louis-Claude de Saint-Martin, que espiritualmente 
se sentía alejado de la masonería, tampoco pudo ponerse en contacto con éstas últimas, 
pues al parecer se dedicaban a experimentos de alquimia, lo que chocaba a su espíritu 
amigo de un misticismo puro.
Es en esta época, que corresponde también al 
alejamiento de su Maestro en viaje a Santo Domingo donde moriría, y en la que Louis-Claude 
de Saint-Martin es, si no el sucesor reconocido por lo menos el principal iniciador 
de la doctrina de la escuela, cuando se diferencia la nueva era en que entra. En 
efecto, dejando a un lado todo el ceremonial y experimentaciones teúrgicas, Louis-Claude 
de Saint-Martin busca resultados superiores, mediante el recogimiento, la meditación, 
la oración, que lleven a la unión con Dios.
A este apostolado dedica su existencia 
entera y a ese fin busca las almas en el gran mundo, los grandes escritores y los 
hombres de ciencia, convencido de que su palabra directa ganará con más facilidad 
las almas que con cualquier otro método, ya que tiene a Dios en su ayuda.
No es vanidoso al pensar así; por el contrario, es tan humilde que llega a la 
timidez y comprende y sabe que necesita tener quién le estimule para dar de sí todo 
lo que puede. Éste fue el gran mérito de la Marquesa de Chabanais, mujer eminente 
y a la que siempre estuvo muy agradecido por tener el raro privilegio de ayudar 
a su espíritu dándole el impulso necesario para elevarlo a mayores alturas.
Es en esta época cuando también toma la dirección espiritual de la Duquesa de 
Borbón, hermana del Duque de Orleans y madre del Duque de Enghien, del que fue amigo, 
protegido y huésped habitual cuando habitaba en París.
Sus relaciones abarcan 
los nombres más famosos de la época. Pasa 15 días en el castillo del duque de Bouillon, 
donde tiene oportunidad de conocer a Madame Dubarry, a la que aún se trataba como 
princesa favorita pese a que su reinado hubiese pasado. El duque de Bouillon fue, 
al parecer, un discípulo dispuesto a las enseñanzas de Louis-Claude de Saint-Martin, 
lo que es de hacer notar ya que era uno de los pocos amigos bien recibido por el 
rey Luis XV.
Dice Matter: “Es ésta tal vez la mejor época de su vida. ¡Maravilla 
ver un gentilhombre de pequeña nobleza y de fortuna mediocre, un simple oficial, 
sin duda muy estudioso, pero escritor poco conocido aún, desempeñar un rol tan considerable 
en tan gran número de familias de las mejores del país, llevado tan sólo de sus 
grandes aspiraciones y de su piedad poco madurada aún!”.
"En general se le 
escucha con singularidad, pero no se le secunda. Pareciera que en medio de esa sociedad 
tan sensual, escéptica y materialista, todos desearan luz, pero una luz dulce y 
agradable, y al encontrarse con una forma algo austera, tal como la presentaba en 
su primer libro, la rechazaban".
Exigido por sus discípulos a exponer en 
forma aún más clara su doctrina, publica en 1782 el “Cuadro natural de las relaciones 
que existen entre Dios, el hombre y el universo”, manifestando en el mismo que las 
cosas deben ser explicadas mediante la constitución del hombre y no el hombre por 
las cosas.
Agrega que nuestras facultades internas y escondidas son las verdaderas 
causas de las obras externas, y así también en el Universo son las potencias internas 
las verdaderas causas de todo cuanto se manifiesta en el exterior. Lejos de querer 
ocultar a nuestros ojos las verdades fecundas y luminosas que son el alimento de 
la inteligencia humana, Dios las ha escrito en todo lo que nos rodea. Las ha escrito 
en la fuerza viva de los elementos, en el orden y la armonía de todos los fenómenos 
del mundo, pero aún mucho más claramente en aquello que forma la característica 
distintiva del hombre. Por lo tanto, estudiar la verdadera naturaleza del hombre 
y deducir de los resultados que surjan de este estudio la ciencia del conjunto de 
las cosas, apreciarlas a los rayos de la luz más pura, ése debe ser el gran objetivo 
del filósofo.
Como el anterior, este libro es poco claro en muchas de sus 
expresiones, posiblemente debido a las exigencias del secreto comprometido en la 
escuela de Martines de Pasqualis.
Si bien la crítica poco se ocupó de este 
nuevo libro, él le valió ser considerado por los Martinesistas como el sucesor natural 
de su fundador, invitándolo a reunírseles para terminar conjuntamente la obra. Los 
trabajos de esta Sociedad eran aparentemente conciliar las ideas de Swedenborg con 
las de Martines de Pasqualis, pero, al parecer, secretamente perseguían fines políticos 
y el descubrimiento de algunos de los grandes misterios, entre ellos, la piedra 
filosofal. Louis-Claude de Saint-Martin que bregaba por un espiritualismo puro y 
que miraba con cierto recelo las operaciones teúrgicas, rechazó la invitación y 
se dedicó con más ahínco a buscar sus discípulos entre el gran mundo que frecuentaba 
y entre los sabios de la época.
Él sabía que no se domina sino desde arriba 
y por ello afinaba su puntería en alto. No pretendía marchar a la cabeza de los 
sabios, pero sabiendo que no se puede influir a la opinión pública sin éstas, comprendiendo 
que ésta se gobierna por medio de ellos, deseaba llegar al gran público con los 
sabios.
Había entre todos un cuerpo ilustre que parecía ir a la cabeza del 
movimiento filosófico de la época: La Academia de Berlín en la que Mendelsohn, Bailly 
y Kant habían animado los concursos por medio de sus escritos.
A pedido de 
Federico el Grande, en 1776, la Academia había planteado una grave pregunta, a saber: 
“Si es útil engañar al pueblo”, y había repartido el premio entre dos concurrentes 
que habían enviado conclusiones enteramente opuestas, una de las cuales sostenía 
audazmente que hay ocasiones en que conviene dejar al pueblo en el error. Las repercusiones 
de este debate habían sido inmensas, y posiblemente Saint Martin soñaba con una 
publicidad semejante.
Por lo tanto, al proponer la Academia de Berlín un 
concurso sobre el tema “Cual es la mejor manera de llamar a la razón a las naciones 
salvajes o civilizadas que se encuentran libradas a los errores y supersticiones 
de todo género”, encontró Louis-Claude de Saint-Martin la oportunidad de ocuparse 
de uno de los errores que a su juicio era el más grave de la época: la substitución 
de la razón divina por la humana.
Trató la cuestión con toda la profundidad 
y la importancia que le daba su punto de vista iluminado. Deseaba introducir en 
el mundo, bajo un ilustre pabellón, la gran doctrina que le preocupaba, la de la 
profunda ruptura que tenía alejada a la Humanidad de las primitivas relaciones con 
su Creador.
Su escrito trataba al comienzo de dar una clara definición de 
la razón y demostrar que para someter a ella a los hombres hay que llevarlos a la 
condición y a la ciencia primitiva de la especie humana. Esta ciencia fue durante 
mucho tiempo transmitida secretamente de santuario en santuario, de escuela en escuela, 
y establecía fuertemente esa espiritualidad que diferencia al hombre de la bestia.
Agregaba que lo que le falta al hombre cuando llega a la tierra para cumplir 
la ley común de su especie es el conocimiento de un lazo tranquilizador que lo una 
con la fuente de donde emanó, mediante relaciones evidentes y positivas, y concluía 
manifestando que los únicos conocimientos que tendrán sobre nosotros sus derechos 
asegurados son las luces que logremos sobre nuestras primitivas relaciones, y que 
es en nosotros mismos donde debemos encontrar la clave de esta ciencia, que son 
los rayos de luz divina que iluminan nuestro interior. Haced reconocer esa divina 
irradiación, esa relación primitiva entre el hombre y Dios, y se habrá resuelto 
el problema, barriendo del seno de la Humanidad los errores que cubren la verdad 
y vueltos a la razón los pueblos que están librados a la superstición. Pero para 
ello hace falta que aquéllos que deben guiarlos se iluminen los primeros. Mientras 
se mire a la naturaleza y al hombre como seres aislados, haciendo abstracción del 
único principio que vivifica a ambos, no se conseguirá otra cosa que desfigurarlos 
de más en más, engañando a aquellos a quienes se desea enseñar a definirlos.
Pero aunque se adoptara este punto de vista, no habría que imaginarse que un 
hombre tenga el poder de hacer mucho en favor de otro, pues “así como un árbol no 
necesita de otro para crecer y dar sus frutos dado que él lleva en sí mismo todo 
lo necesario para ello, asimismo, cada hombre lleva en sí mismo la forma de cumplir 
su cometido sin pedir prestado a otro”.
Terminaba con este apóstrofe: “Si 
el hombre no remonta por sí mismo hasta esta clave universal, nadie sobre la tierra 
vendrá a depositarla en su mano, y creeré haber respondido en la mejor forma posible 
si he logrado convenceros de que el hombre no puede responderos”.
Sus contemporáneos 
juzgaron que no era una respuesta ajustada a la pregunta formulada, a lo que repuso 
Louis-Claude de Saint-Martin que no había sido su intención dar una contestación 
en el sentido del racionalismo dominante y que lo que ofrecía era un manifiesto.
Por entonces se planteó en Francia la cuestión del magnetismo de Mesmer ante 
la Academia de Ciencias de Paris, y habiendo sido designado Bailly entre los miembros 
de la comisión encargada de la investigación, se apersonó a él con el objeto de 
combatir las prevenciones que suponía Louis-Claude de Saint-Martin en él, pues aunque 
no era entusiasta de los descubrimientos de Mesmer a los que miraba como un conjunto 
de fenómenos magnéticos y sonambúlicos que pertenecían a un orden de cosas inferior, 
consideraba que eran materia digna de estudio.
No pudo vencer las prevenciones 
de Bailly, y al juzgar en una de sus cartas la memoria presentada por éste, su juicio 
fue completamente despectivo, ya que demostraron en el hombre de ciencia poco espíritu 
investigador y verdaderamente científico.
Estos dos fracasos no influyeron 
en él y trasladándose a Lyon, continuó en 1785 su obra externa de dirección de almas, 
y la interna del propio perfeccionamiento.
De Lyon se dirigió a Inglaterra 
donde tuvo oportunidad de conocer a William Law, ministro anglicano de intenso misticismo 
con el que tuvo gran amistad. Con el conde de Divonne formaron un terceto de fraternidad 
mística. En poco tiempo estaba en contacto con la mejor sociedad. Conocía de antemano 
a la marquesa de Coislin, esposa del embajador francés, la que posiblemente lo introdujo 
en el gran mundo en el que tuvo oportunidad de dedicarse a su tarea predilecta de 
propagandista místico, tarea en la que no tenía preferencias especiales pues, durante 
su estadía en Inglaterra, ocurrió que encontró mayor cantidad de adeptos entre los 
rusos que entre los ingleses, citando como buenos teósofos al príncipe Alexis Galitzin 
y a M. Thieman.
Pocos meses más tarde partió rumbo a Italia, país que visitaba 
por segunda vez, encontrándose en Roma en el otoño de 1787.
Frecuentó también 
allí el gran mundo, entre el cual varios cardenales, duques y príncipes y es de 
suponer, pese a que nada se sabe al respecto, que todas esas vinculaciones sólo 
servían para la búsqueda continua de adeptos.
En junio de 1788 se encuentra 
en Estrasburgo, ciudad en la que permaneció tres años y a la que se trasladó posiblemente 
en su deseo de estudiar a fondo las doctrinas de Boehme, que tanta influencia tendrían 
sobre él posteriormente.
Esta ciudad era la cuna de las experiencias de Mesmer 
y acababa de ser el teatro de las iniciaciones tan famosas y curaciones milagrosas 
del conde Cagliostro. Era una ciudad libre e imperial, que se caracterizaba por 
ser de amplia y cordial hospitalidad, donde se codeaba la juventud aristocrática 
de Rusia, Alemania y Escandinavia, con la de Francia y un Metternich con Galitzin 
y Narbonne.
Allí se encontró con una de sus dilectas discípulas: la princesa 
de Borbón, a la que sacrificaba gustoso horas de recogimiento que tanto amaba; pero 
lo que es más, encontró una nueva fuente de espiritualidad que le abrieron el filósofo 
Rodolfo Salzmann y una dama, madame de Boecklin, al iniciarlo en el estudio del 
iluminado Jaques Boehme decidiéndolo a que aprendiera el alemán, ya que las traducciones 
inglesas y francesas no podían darle ninguna idea de cuanto encerraban los originales.
Con madame de Boecklin, Salzmann, el mayor de los Meyer, el barón de Razenried, 
madame Westermann y otra persona cuyo nombre no menciona, formaron un grupo muy 
unido, al que seguramente se acercaron muchísimos más. Pero de todos ellos es Madame 
Boecklin a quien Louis-Claude de Saint-Martin gusta de atribuir el más fecundo suceso 
en su vida de estudios: el conocimiento de la doctrina del teósofo Jacobo Boheme. 
Y así como puso a este filósofo por encima de todos sus maestros, así también puso 
a Madame de Boecklin por sobre todas sus amigas.
Por todo esto Estrasburgo 
se transforma en su paraíso; y por la tragedia que atravesaría Francia, París sería 
su purgatorio.
Madame de Boecklin tuvo el privilegio de exaltar la espiritualidad 
de Louis-Claude de Saint-Martin en tal forma cual nadie supo hacerlo hasta entonces. 
Los tres años que Louis-Claude de Saint-Martin pasó en Estrasburgo son decisivos 
en su vida, pues desarrollaron considerablemente su capacidad en materia científica, 
histórica, filosófica y crítica.
Conoce, a poco de estar en ella, a un sobrino 
de Swedenborg llamado Silferhielm en circunstancias en que aún Louis-Claude de Saint-Martin 
continuaba los estudios sobre el visionario sueco y, aconsejado por él, escribe 
una nueva obra titulada “El nuevo hombre”.
Algo más tarde, y deseoso de desviar 
a su amiga la Princesa de Borbón de ciertas prácticas que la perjudicaban, escribió 
otro libro que tituló “Ecce Homo”, en el que se hace referencia a las falsas misiones 
y falsas manifestaciones, indicando con esos nombres la clarividencia y las curas 
maravillosas del magnetismo por una parte y las apariciones de los elementales que 
se valen de ellas para llevarnos por un camino equivocado, por la otra.
La 
estadía de Louis-Claude de Saint-Martin en Estrasburgo resultó de enorme importancia, 
pues al profundizar los estudios sobre Boehme su espíritu se desenvolvió aún más, 
ya que en ese ambiente de libre discusión adquirió nuevas disciplinas de estudio 
y mayor amplitud de miras, y pudo así, alejado del drama que se gestaba en Europa, 
comparar sus ideas y las de sus maestros con las de los filósofos contemporáneos, 
con Kant a la cabeza.
En 1791 Louis-Claude de Saint-Martin, llamado por su 
padre que se encontraba gravemente enfermo, debe abandonar Estrasburgo para trasladarse 
a Amboise, su infierno, como él lo llamaba. Infierno de hielo, pues la indiferencia 
del ambiente hacia el ideal que él profesa le provoca un gran sufrimiento. Es ésta 
una de las pruebas más terribles que debe soportar pues al alejamiento de sus amigos 
y sobre todo de Madame de Boecklin, debe agregar la soledad espiritual en que se 
encuentra. Pasados algunos meses, ya en 1792, comprende que es una nueva prueba 
a la que es sometido y se resigna.
La publicación de las dos obras antes 
mencionadas le lleva varias veces a París en ese año en el que también comienza 
la correspondencia con su amigo Kirchberger de Liebisdorf, que le serviría de gran 
consuelo y al mismo tiempo obraría sobre él como impulso hacia nuevos estudios místicos 
y la continuación e intensificación de los estudios sobre los escritos de Boehme.
Este noble, miembro del Consejo soberano de Berna y de varias comisiones cantonales 
y municipales, hombre de mucho espíritu, muy instruido y de viva curiosidad, que 
sentía hacia Louis-Claude de Saint-Martin una sincera admiración, significó para 
éste el mejor de sus discípulos, y la correspondencia que con él cambiaba era uno 
de sus asuntos al que atribuía la mayor importancia.
Serviría también de 
gran distracción y le ayudaría a olvidar los años dichosos pasados en Estrasburgo, 
los que contrastaban aún más con los tiempos dificilísimos que transcurrían. Francia 
se debatía en el terror y pese a ello jamás Louis-Claude de Saint-Martin tuvo el 
menor pensamiento de abandonar su país. “Se le pinta dueño de una impasibilidad 
estoica, con una plena confianza en la protección divina, calmo y radiante, viendo 
la mano de la Providencia caer pesadamente sobre la dinastía y el país, sobre las 
instituciones envejecidas, pueblo y jefes enceguecidos” (Matter).
“Esperando 
siempre en nombre de esas leyes eternas cuyo estudio había preferido al de la jurisprudencia 
vulgar, la mirada elevada hacia un horizonte superior y desde un plano muy distinto 
al de la multitud, atravesó los años de la revolución, profundamente emocionado, 
pero sin la menor turbación. Meditaba los mismos problemas, proseguía con la misma 
misión y conservaba las mismas amistades” (Matter).
“Mientras que otros filósofos, 
gentes de letras y hombres de Estado y de guerra daban la espalda con espanto a 
los acontecimientos, plenos de terror, él no veía más que principios que no debían 
ser confundidos con accidentes” (Matter).
En 1793 dos golpes rudos le esperan: 
la muerte de su padre, que le afecta no obstante ser esperada, y la del rey de Francia, 
que lo había hecho Caballero de San Luis por manos del Príncipe de Montbarey en 
1789.
Para culminar, en ese año, su correspondencia con Estrasburgo aparece 
como sospechosa a las autoridades, y con la más grande de las penas y a fin de evitarle 
trastornos a su amiga la condesa de Boecklin debe suprimir lo que era tan caro a 
su alma.
Después de pasar una temporada en el castillo de la Princesa de 
Borbón, regresa a Amboise por asuntos relacionados con la sucesión de su padre. 
Es éste un lugar de calma comparado con la tormenta que ruge en París, ciudad a 
la que no podía regresar en virtud del decreto sobre las castas privilegiadas que 
le afectaba personalmente por haber nacido noble. En Amboise es querido y se le 
asigna la misión de catalogar los libros y manuscritos retirados de las casas eclesiásticas 
suprimidas por ley. Acepta esa labor como si se tratase de una misión importante 
y aprovechable para su espíritu, y no se equivocó, pues le proporcionó goces deliciosos 
a su corazón como cuando leyó la vida de la hermana Margarita del Santo Sacramento, 
al comprobar el magnífico desarrollo espiritual por ella logrado.
Su trabajo 
fue tan bien apreciado por las autoridades que se le designó representante del distrito 
ante la escuela Normal, cargo que también aceptó, ya que como ciudadano estaba siempre 
dispuesto a prestar apoyo al país “mientras no se trate de juzgar o matar los seres 
humanos”.
Se trataba de que ciudadanos eminentes de cada distrito hicieran 
una especie de entrenamiento en la escuela Normal a fin de darse una idea del tipo 
de instrucción que se deseaba generalizar entre el pueblo, y una vez adquirida esta 
experiencia dichas personas serían las indicadas para formar los futuros instructores.
Louis-Claude de Saint-Martin tiene en esa época más de 51 años y pese a que 
le choca un poco la misión desde ciertos puntos de vista, acepta en el convencimiento 
de “que todo está ligado en nuestra gran revolución en la que se me da la oportunidad 
de ver la mano de la Providencia; de tal modo nada hay de pequeño para mí y aunque 
no fuese más que un grano de arena en el vasto edificio que Dios prepara a las naciones, 
no debo hacer resistencia cuando se me llama”. “El principal motivo de mi aceptación”, 
prosigue diciendo Louis-Claude de Saint-Martin en una carta a su amigo Liebisdorf, 
“es el pensar que con la ayuda de Dios puedo esperar que con mi presencia y mis 
plegarias, llegue a detener una parte de los obstáculos que el enemigo de todo lo 
bueno ha de sembrar en esta gran carrera de la enseñanza que va a abrirse y de la 
que puede depender la felicidad de tantas generaciones”.
“Esta idea me resulta 
consoladora y aún cuando no consiguiera desviar más que una sola gota del veneno 
que ese enemigo tratará de echar sobre la raíz misma de ese árbol que ha de cubrir 
de sombra todo mi país me sentiría culpable de retroceder”.
No hay duda que 
una de sus esperanzas era poder hacer proselitismo hacia el ideal de su vida entre 
los dos a tres mil profesores con los que iba a encontrarse en la escuela, pero 
su mejor provecho de esta experiencia fue la adquisición de una filosofía metódica 
que le serviría más tarde para poder servirse de ella contra aquellos que se habían 
encargado de enseñársela.
Pocas oportunidades tuvo en la Escuela Normal de 
hablar ante los demás miembros; sólo dos o tres veces y cuando más 5 ó 6 minutos 
en cada caso. Pero él dejaba todo en manos de la Providencia e insensiblemente iba 
adquiriendo gran gusto a la discusión metódica, que pudo poner en práctica en lo 
que se llamaría “La Batalla Garat”, discusión mantenida con el entonces ministro 
de justicia, ministro del interior y comisario general de la instrucción pública, 
Garat, que desempeñaba el cargo de profesor de análisis del entendimiento humano, 
en la Escuela Normal, y con el que mantuvo un debate que hizo sensación tratando 
de establecer la existencia en el hombre de un sentido moral y la distinción entre 
las sensaciones y el conocimiento.
Todas sus ilusiones puestas en la Escuela 
Normal fracasaron, y ésta se disolvió en 1795, sin haber alcanzado los objetivos 
propuestos.
Habituado ya a discurrir con método filosófico y siguiendo las 
inspiraciones de su conciencia, deseoso de llevar a los debates propios de la época 
palabras de espiritualidad dedicadas a demostrar que la finalidad de la vida y la 
salud del cuerpo social está en las vías espirituales, publicó su “Carta a un amigo 
sobre la Revolución Francesa” en 1795, seguida por “Claridad sobre la asociación 
humana” en 1797, y un tercer libro en 1798 titulado “Cuales son las instituciones 
más apropiadas para fundar la moral de un pueblo”.
El fondo de estas publicaciones 
es el siguiente: aún cuando simpatizando con las causas profundas y justificables 
del movimiento revolucionario, Louis-Claude de Saint-Martin propone principios que 
los organismos de la revolución estaban lejos de admitir. No se detiene Louis-Claude 
de Saint-Martin en la forma exterior de los gobiernos, ya sean republicanos, monárquicos, 
aristocráticos o mixtos; busca más profundamente las condiciones de una asociación 
legítima y ellas le parecen posibles de subsistir bajo todas las formas políticas. 
Él desecha una idea muy corriente en aquella época que la asociación está fundada 
en la necesidad de garantirse mutuamente el goce de la propiedad y demás ventajas 
materiales que de ella dependen, y busca el origen de esta asociación en un pensamiento 
que debe ser sabio, profundo, justo, fértil y bondadoso; este origen es ante todo 
providencial. A los ojos de Louis-Claude de Saint-Martin, el hombre ha descendido 
de un estado superior a una situación en la que se encuentra rodeado de tinieblas 
y miserias; todos sus esfuerzos actuales deben tender a levantarse de esa caída 
y todo el trabajo de la Providencia no tiene otro objeto que facilitarle esa tarea.
Por lo tanto las diversas asociaciones humanas deben constituirse con la misma 
finalidad y sostenerse dentro de ese mismo espíritu, bajo pena de ser desaprobadas 
por la sabiduría divina.
Su gran objetivo, su Gran Obra era, sin embargo, 
siempre la misma: estudiar la vida espiritual del hombre tomado en su perfección 
ideal o más bien en su primitiva naturaleza; tomarlo en las relaciones puras con 
la causa primera del mundo espiritual, y enseñarle a aquellos que tienen orejas 
para oír el arte de llevarlos a esa perfección.
Era ese, a su juicio, el 
único estudio que realmente merecía toda la atención de los hombres y como a su 
parecer Boehme era el mejor maestro en esa ciencia, continuamente volvía su atención 
a los escritos del gran místico alemán. Estos estudios le llevaron a la conclusión 
de que ambas escuelas, la de Boehme y la de Martines de Pasqualis se completaban 
a la perfección.
Por entonces había podido reanudar su correspondencia con 
Madame de Boecklin, y continuaba siempre la de su gran amigo y discípulo Liebisdorf.
Su situación económica era bastante difícil, no obstante lo cual continuaba 
siendo generoso y manteniéndose siempre sereno, confiado en los designios de la 
Providencia.
El 7 de febrero de 1799 pierde a su amigo Liebisdorf, cuya desaparición 
deja en el alma de Louis-Claude de Saint-Martin un vacío irremplazable, y su único 
consuelo es siempre volver a los escritos de Boehme, de quién traduce tres obras, 
a saber: “La Aurora Naciente”, “La Triple Vida” y “Los Tres Principios”.
En 1800 publica un volumen titulado “El espíritu de las cosas” en el que el autor 
busca la razón más profunda de las cosas que llaman nuestra atención, ya sea en 
la naturaleza como en las costumbres, etc. La idea fue sugerida por una obra de 
Boehme titulada “Signatura Rerum”.
En 1802 publica un libro titulado “El 
Ministerio del Hombre - Espíritu”, en el que exhorta al hombre a comprender mejor 
el poder espiritual de que es depositario y a emplearlo en la liberación de la Humanidad 
y de la naturaleza.
Ya en 1803 comienza a sentir los mismos síntomas de la 
enfermedad que llevara a la tumba su padre. El no teme a la muerte y llama a su 
enfermedad “spleen”, aclarando que no es el “spleen” inglés que hace ver todo negro 
y triste, pues el de él, por el contrario, tanto interior como exteriormente lo 
vuelve todo color de rosa.
Un ataque de apoplejía puso dulce fin a una dulce 
existencia, dejándole aún algunos minutos para orar y dirigir emotivas palabras 
a sus amigos que acudieron de inmediato.
Les exhortó a vivir en fraternal 
unión y con la confianza puesta en Dios, y pronunciando estas palabras, expiró el 
místico a quién M. de Maistre llamara “el más instruido, sabio y elegante de los 
filósofos”.
Dice su biógrafo Matter: “Podía cerrarse su carrera; había visto 
las cosas más grandes que puedan verse en tiempo alguno; había pasado serenamente 
por duras pruebas y había cumplido grandes trabajos. Ni la gloria del mundo ni la 
fortuna le habían pertenecido en vida y a sus ojos nada hubieran significado. Pero 
había gustado los más profundos y dulces de los gozos; amado de Dios y de los hombres, 
había amado mucho él también y siempre esperó más del porvenir que del presente”.
Amó su obra y no esperó nunca el pago en la tierra. Así lo decía con propias 
palabras: “No es en la audiencia donde los defensores oficiales reciben el salario 
correspondiente a los pleitos; es fuera de la audiencia y después que ha terminado”. 
“Esa es mi historia y así también es mi resignación de no ser pagado en este bajo 
mundo”.
En su libro titulado “Retrato”, expresaba: “No he tenido más que 
una sola idea y me propongo conservarla hasta la tumba, y es que mi última hora 
es el más ardiente de mis deseos y la más dulce de mis esperanzas”.
He aquí 
el código moral de Louis-Claude de Saint-Martin mediante cuyas reglas el alma llega 
a unirse con su Creador:
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