PORTAL MARTINISTA DEL GUAJIRO
"Purificaos, pedid, recibid y obrad.
      Toda la Obra se halla en estos cuatro tiempos"

El espíritu humano siente vértigo ante el misterio. El misterio 
es el abismo que atrae sin cesar nuestra curiosidad inquieta ante sus increíbles 
profundidades.
El más grande misterio del infinito es la existencia de Aquel 
para quien todo carece de misterio. Al comprender el infinito que es en su esencia 
incomprensible, El mismo es el misterio infinito y eternamente insondable, es decir, 
que El es, bajo toda apariencia, ese absurdo por excelencia en el que creía Tertuliano. 
Necesariamente absurdo, puesto que la razón debe renunciar para siempre a comprenderlo; 
necesariamente accesible por creencia, puesto que la ciencia y la razón, lejos de 
llegar a demostrar que no existe, se ven fatalmente movidas a reafirmar la fe en 
su existencia y a adorarlo ellas mismas con los ojos cerrados.
Siendo este absurdo 
la fuente infinita de la razón, la luz que eternamente resurge de la eterna tiniebla, 
la ciencia, esta Babel de la mente, puede doblar y multiplicar sus espirales siempre 
en ascenso, podrá hacer oscilar la tierra, pero nunca llegará al cielo. Dios es 
aquello que eternamente estamos aprendiendo a conocer. Por tanto, nunca llegaremos 
a ello totalmente. Sin embargo, el dominio del misterio es un campo abierto a las 
conquistas de la inteligencia. Se puede llegar allí con audacia; nunca se llegará 
a reducir su extensión; tan sólo se cambiará de horizonte. Todo saber es el sueño 
de lo imposible, pero desgraciado de aquel que no osare aprenderlo todo y que no 
comprenda que para saber alguna cosa es preciso resignarse a estudiar siempre.
Se dice que para aprender bien hace falta olvidar muchas veces. El mundo ha seguido 
este método. Todo lo que se cuestiona en nuestros días ha sido ya resuelto por los 
antiguos, con anterioridad a nuestros anales, sus soluciones escritas en jeroglíficos 
no tenían mayor sentido para nosotros. Un hombre ha vuelto a encontrar la clave, 
ha abierto las necrópolis de la ciencia antigua y ha dado a su siglo todo un mundo 
de teoremas olvidados, de síntesis sencillas y sublimes como la naturaleza, irradiando 
siempre de la unidad y multiplicándose como los números, con tan exactas proporciones, 
que lo conocido demuestra y revela lo desconocido. Comprender esta ciencia es ver 
a Dios. El autor de este libro, al terminar su obra, creerá haberlo demostrado.
Pero, cuando hayáis visto a Dios, el hierofante os dirá: volveos, y en la sombra 
que proyectáis en presencia de este sol de las inteligencias veréis aparecer al 
diablo, ese negro fantasma que veis cuando vuestra mirada se aparta de Dios y cuando 
creéis llenar de nuevo el cielo con vuestra sombra, ya que los vapores de la tierra 
parecen agrandarla al subir.
Conciliar, en un sentido religioso, la ciencia con 
la revelación y la razón con la fe, demostrar en filosofía los principios absolutos 
que armonizan todas las antinomias, revelar, en fin, el equilibrio universal de 
las fuerzas naturales, tal es el triple objetivo de esta obra que estará, por consiguiente, 
dividida en tres partes.
Mostraremos así la verdadera religión de tal forma que 
nadie, sea o no creyente, podrá desconocerla; ello será lo absoluto en materia de 
religión. Estableceremos en filosofía los caracteres inmutables de esta VERDAD, 
que es en ciencia REALIDAD, en juicio RAZÓN y en moral JUSTICIA. 
En fin, haremos conocer las leyes de la naturaleza en virtud de las cuales, se mantiene 
el equilibrio, y mostraremos cuán vanas son las fantasías de nuestra imaginación 
frente a las fecundas realidades del movimiento y de la vida. Invitaremos también 
a los grandes poetas del porvenir a rehacer la Divina Comedia, no tanto de acuerdo 
a los sueños del hombre, sino siguiendo las matemáticas de Dios. Misterio de los 
otros mundos, fuerzas ocultas, extrañas revelaciones, enfermedades misteriosas, 
facultades excepcionales, espíritus, apariciones, paradojas mágicas, arcanos herméticos, 
lo diremos todo y lo explicaremos todo.
No tememos revelarlo a nuestros lectores.
Existe un alfabeto 
oculto y sagrado que los hebreos atribuyen a Enoch, los egipcios a Thoth o a Hermes 
Trismegisto, los griegos a Cadmos ya Palemedes. Este alfabeto, conocido por los 
pitagóricos, se compone de ideas absolutas expresadas en signos y en números, y 
reali1a, mediante sus combinaciones, las matemáticas del pensamiento. Salomón había 
representado este alfabeto por setenta y dos nombres escritos sobre treinta y seis 
talismanes, y es aquel que los iniciados del Oriente llaman hasta hoy las pequeñas 
claves o clavículas de Salomón. Estas claves están descritas y su uso explicado 
en un libro que el dogma tradicional atribuye al patriarca Abraham. Es el Sepher-Yetzirah, 
y con ayuda del Sepher-Yetzirah es posible penetrar el oculto sentido del Zohar, 
el gran libro dogmático de la Kábala hebrea. Las clavículas de Salomón, olvidadas 
con el tiempo y consideradas como perdidas, las hemos reencontrado y hemos abierto 
sin pena las puertas de los antiguos templos donde la verdad absoluta parecía dormir, 
siempre joven y siempre bella, como aquella princesa de la leyenda infantil que 
espera, luego de un sueño de siglos, al esposo que debe despertarla. Después de 
nuestro libro aún habrá misterios, pero más altos y más lejanos en las profundidades 
infinitas. Esta publicación es una luz o una locura, una mistificación o un monumento. 
Leed, reflexionad y juzgad.
Eliphas Levi
Problemas a resolver:
Cuando el conde Joseph de Maistre, ese gran lógico apasionado, ha exclamado con desesperación: «El mundo está sin religión», nos ha recordado a otros que dicen temerariamente:
En efecto, el mundo se encuentra sin la religión del conde Joseph 
de Maistre, y es probable que también Dios, tal y como lo conciben la mayoría de 
los ateos, no exista.
La religión es una idea basada en un hecho constante y 
universal; la humanidad es religiosa:
La necesidad de creer va estrechamente unida a la necesidad de 
amar: es por esto que las almas necesitan comulgar con las mismas esperanzas y el 
mismo amor. Las creencias aisladas no son más que dudas: es el lazo de la mutua 
confianza el que hace la religión y crea la fe.
La fe no se inventa, no se impone, 
no se establece por convicción política; ella se manifiesta, como la vida, con cierta 
fatalidad. El mismo poder que gobierna los fenómenos de la naturaleza, extiende 
y limita, por encima de toda humana previsión, el dominio sobrenatural de la fe. 
No imaginamos las revelaciones, sino que nos sometemos a ellas y las creemos. En 
vano protesta nuestro espíritu contra la oscuridad del dogma, subyugado por el atractivo 
de esta misma oscuridad y, a menudo, el más rebelde de los racionalistas se opondría 
a aceptar el título de hombre sin religión.
La religión encuentra un lugar más 
amplio entre aquellas realidades de la vida que pretenden creer aquellos que no 
necesitan de la religión, o al menos pretenden no necesitarla. Todo lo que eleva 
al hombre por encima del animal, el amor moral, la devoción, el honor, son sentimientos 
esencialmente religiosos. El culto por la patria y la familia, la fidelidad al pasado 
y a los recuerdos, son cosas que la humanidad no podrá dejar nunca sin llegar a 
una degradación total, y que no lograrían existir sin una creencia en algo más que 
la sencilla vida mortal con todas sus vicisitudes, miserias e ignorancias.
Si 
la total aniquilación fuera el resultado de todas nuestras aspiraciones a las cosas 
sublimes que sentimos como eternas, entonces el goce del presente, el olvido del 
pasado y la despreocupación del porvenir serían nuestros únicos deberes y llegaría 
a ser cierta la afirmación de aquel célebre sofista: el hombre que piensa es un 
animal venido a menos. Pero, además, entre todas las pasiones humanas, la pasión 
religiosa es la más viva y poderosa. Ella se expresa, sea a través de la afirmación 
o de la negación, con igual fanatismo. Mientras unos afirman obstinadamente que 
Dios les ha hecho a su imagen, otros le niegan con temeridad, como si pudiesen devastar 
y comprender mediante un único pensamiento todo el infinito que va unido a su gran 
nombre.
Los filósofos no han reflexionado suficientemente sobre el hecho fisiológico 
de la religión en la humanidad: en efecto, la religión existe por encima de toda 
discusión dogmática. Es una facultad del alma humana, tanto como la inteligencia 
y el amor. Mientras existan seres humanos, existirá la religión. Así considerada, 
ella no es otra cosa que la necesidad de un idealismo infinito, necesidad que justifica 
todas las aspiraciones al progreso, que inspira todas las devociones e impide que 
la virtud y el honor sean tan sólo palabras al servicio de alimentar la vanidad 
de los tontos y débiles, para provecho de los fuertes y hábiles.
Es a esta innata 
necesidad de creencia a lo que podemos llamar con propiedad religión natural, y 
todo lo que tienda a limitar y disminuir el desarrollo de dicha creencia está, dentro 
del orden religioso, en oposición a la naturaleza. La esencia del propósito religioso 
es el misterio, puesto que la fe comienza en lo desconocido y abandona todo el resto 
a las investigaciones de la ciencia. De ello resulta que la duda viene a ser mortal 
para la fe. Ella intuye que la intervención de un ser divino es necesaria para superar 
el abismo que separa lo finito de lo infinito, y afirma dicha intervención con todo 
el ímpetu de su corazón y toda la docilidad de su inteligencia. Por fuera de este 
acto de fe, la necesidad religiosa no encuentra satisfacción y viene a cambiarse 
en escepticismo y desesperación. Pero para que el acto de fe no sea un acto de locura, 
la razón precisa que éste sea dirigido y reglamentado. 
Hemos visto que la ciencia nada puede allí.
Es absurdo. Haría falta que los sacerdotes fueran vigilados por 
los gendarmes.
Queda entonces la autoridad moral, como la única que puede constituir 
el dogma y establecer la disciplina del culto, esta vez de acuerdo con la autoridad 
civil, pero no bajo sus órdenes. Hace falta, en una palabra, que la fe proporcione 
a la necesidad religiosa una satisfacción verdadera, completa, permanente e indudable. 
Para ello será precisa una afirmación absoluta e invariable del dogma, conservado 
por una jerarquía apropiada. También será necesario un culto eficaz que, junto con 
una fe absoluta, brinde una sustancial realización a los signos de la creencia. 
Así entendida, esta religión será la única que puede satisfacer la natural necesidad 
religiosa, y la única que puede llamarse verdaderamente natural, con lo cual llegamos 
a una doble definición: 
Al representar la autoridad moral y realizarla por medio de su 
ministerio eficaz, el sacerdote será infalible y santo, mientras que la humanidad 
se encuentra sujeta al vicio y al error. El sacerdote, al actuar como tal, es siempre 
el representante de Dios. Poco importan las faltas o incluso los crímenes del hombre. 
Cuando Alejandro VI llevaba a cabo una ordenación, no era el envenenador el que 
imponía las manos a los obispos, era el Papa. Como tal, Alejandro VI nunca llegó 
a corromper ni a falsificar los dogmas que le condenaban a él mismo, ni los sacramentos 
que, al ser administrados por su mano, salvarían a otros y a él mismo no le justificarían.
Siempre han existido mentirosos y criminales, pero en la Iglesia jerarquizada y 
autorizada por lo divino, no se han dado ni se darán jamás malos Papas ni malos 
sacerdotes. Maldad y sacerdocio son dos palabras que no pueden ir juntas.
Hemos 
mencionado al Papa Alejandro VI y pensamos que este ejemplo será suficiente, sin 
que por ello dejen de existir otros casos justamente execrables. Muchos grandes 
criminales han llegado a deshonrarse ellos mismos doblemente, a causa del carácter 
sagrado de que estaban revestidos; pero no les ha sido posible deshonrar este carácter, 
que siempre permanecerá radiante y espléndido por encima de la humanidad pecadora.
Hemos dicho que no hay religión sin misterios; añadiremos que no existen misterios 
sin símbolos. El símbolo es la fórmula o la expresión del misterio, que viene a 
expresar su profundidad ignota mediante paradójicas imágenes tomadas de lo conocido. 
La forma simbólica, al representar lo que se encuentra por encima de la razón científica, 
necesariamente debe estar por fuera de dicha razón. De ahí la frase célebre y perfectamente 
justa de un padre de la Iglesia: 
Si la ciencia afirmara que no sabe, se destruiría a sí misma. 
La ciencia no sabrá hacer la obra de la fe, así como la fe no podrá decidir en materia 
de ciencia. Una afirmación de la fe, que la ciencia tuviera la temeridad de estudiar, 
no sería para ella sino un absurdo, por lo mismo que una afirmación científica que 
nos diera un artículo de fe sería absurda en el orden religioso. Creer y saber son 
dos términos que nunca pueden confundirse. Pero tampoco sabrían oponerse el uno 
al otro en un antagonismo corriente. En efecto, es imposible creer lo contrario 
de lo que se sabe sin dejar, por esto mismo, de saberlo. Y es igualmente imposible 
llegar a saber lo contrario de lo que se cree sin dejar de creerlo inmediatamente. 
El negar o incluso oponerse a las decisiones de la fe en nombre de la ciencia es 
probar que no se comprende la una ni la otra. En efecto, el misterio de un Dios 
en tres personas no es un problema de matemáticas; la encarnación del Verbo no es 
un fenómeno cuyo estudio sea propio de la medicina; la redención escapa a la crítica 
de los historiadores. La ciencia es absolutamente impotente para decidir lo que 
está bien o mal en cuanto a creer o no creer en un dogma de fe. Ella sólo puede 
constatar los resultados de la creencia, o estudiar si la fe hace en realidad mejores 
a los hombres, ya que si la fe misma, considerada como un hecho fisiológico, es 
verdaderamente una necesidad y una fuerza, será forzoso para la ciencia el admitirla 
y tomar el sabio partido de contar siempre con ella.
Nos atrevemos a afirmar 
ahora que existe un hecho inmenso, apreciable igualmente por la fe y por la ciencia; 
un hecho por el cual Dios se hace visible en múltiples formas sobre la tierra; un 
hecho incontestable y de alcance universal. Este hecho es la manifestación en el 
mundo, a partir de la época donde comienza la revelación cristiana, de un espíritu 
que desconocían los antiguos, un espíritu evidentemente divino, más positivo que 
la ciencia en sus obras, más hermosamente ideal en sus aspiraciones que la más alta 
poesía, un espíritu por el cual ha hecho falta crear una nueva palabra, del todo 
desconocida en los santuarios de la antigüedad. Esta palabra ha sido creada, y demostraremos 
que este nombre o expresión es en religión, tanto para la ciencia como para la fe, 
la expresión del absoluto. La palabra es CARIDAD, Y el espíritu del cual 
hemos hablado es el espíritu de caridad.
Delante de la caridad, la fe se prosterna 
y la ciencia se inclina vencida. Hay aquí evidentemente algo más grande que la humanidad. 
Por sus obras, la caridad prueba que ella no es un sueño. Es más fuerte que todas 
las pasiones; triunfa sobre el sufrimiento y la muerte; hace que Dios sea comprendido 
en todos los corazones y parece colmar desde ya la eternidad por la iniciada realización 
de sus legítimas esperanzas.
Ante la caridad viva y actuante, 
Colocad unos sobre otros los sofismas de Diderot, los argumentos críticos de Strauss, las ruinas de Volney, cuyo nombre es adecuado, pues este hombre sólo podía crear ruinas, las blasfemias de aquella revolución cuyas voces se ahogaron a veces en la sangre y otras veces en el silencio del desprecio. Añadid a ello todo lo que el futuro puede reservamos en cuanto a monstruosidad y vano ensueño; traed luego a la más humilde y sencilla de todas las hermanas de la caridad. El mundo dejará a un lado todos sus errores, todos sus crímenes, todas sus malvadas ensoñaciones, para inclinarse ante aquella sublime realidad.
Así,
Es por el espíritu de caridad que la Iglesia es infalible, y por 
él existe la divina virtud del sacerdocio.
Deber de los seres humanos, garantía 
de sus derechos, prueba de su inmortalidad, felicidad eterna iniciada por. ellos 
sobre la tierra, meta gloriosa para su existencia, medio y fin de sus esfuerzos, 
perfección de su moral individual, civil y religiosa, el espíritu de caridad comprende 
todo, se aplica a todo, puede esperado todo, emprender todo y realizado todo. Es 
por el espíritu de caridad que Jesús, al expirar sobre la cruz, dio a su madre un 
hijo en la persona de San Juan y, al triunfar sobre las angustias de tan terrible 
suplicio, exhaló un grito de salvación y liberación diciendo: 
Es por la caridad que doce artesanos de Galilea han conquistado 
el mundo. Ellos han amado la verdad más que a su vida, y han ido ellos solos a decirla 
a los pueblos y a los reyes; probados por las torturas, fueron encontrados fieles. 
Ellos han mostrado a las multitudes la inmortalidad viviente en su muerte y han 
regado la tierra con una sangre cuyo calor no puede extinguirse, ya que ellos se 
hallaban inflamados de los ardores de la caridad.
Es por la caridad que los apóstoles 
han constituido su símbolo. Ellos han dicho que creer juntos vale más que dudar 
por separado; han constituido la jerarquía en base a la obediencia rendida tan grande 
y tan noble por el espíritu de caridad que servir de tal forma es reinar; ellos 
han formulado la fe de todos y la esperanza de todos y han colocado este credo bajo 
la égida de la caridad de todos. Desgraciado de aquel egoísta que se apropie una 
sola palabra de la herencia del Verbo, ya que sería un deicida al intentar desmembrar 
el cuerpo del Señor. Este credo es el arcano santo de la caridad y cualquiera que 
le toque será convicto de muerte eterna, puesto que la caridad se retiraría de él.
Es por la caridad que los mártires encontraron consuelo en las 
prisiones de los césares, atrayendo a su creencia incluso a sus guardianes y ejecutores.
Es en nombre de la caridad que San Martín de Tours protestó contra el suplicio de 
los priscilianos y se apartó de la comunión del tirano que pretendía imponer la 
fe por la espada. 
Es por la caridad que San Vicente de Paúl y Fenelón se han ganado la admiración de los siglos más impíos y han hecho caer desde el pasado la risa de los hijos de Voltaire, ante la dignidad imponente de sus virtudes.
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