PORTAL MARTINISTA DEL GUAJIRO
"Purificaos, pedid, recibid y obrad.
      Toda la Obra se halla en estos cuatro tiempos"

“...Nunca he filosofado sino por el amor a la pura filosofía; 
ni he esperado ni he buscado nunca en mis estudios y en mis meditaciones ninguna 
merced ni ningún... fruto que no fuese la formación de mi alma y el conocimiento 
de la verdad, por mí supremamente ansiada. He sido siempre amante tan apasionado 
de la verdad que, dejada toda preocupación de los asuntos privados y públicos, me 
he dedicado por entero a la paz contemplativa. De ésta, ni las calumnias de envidiosos 
ni los dardos de los enemigos han podido hasta aquí ni podrán nunca apartarme. Ha 
sido la filosofía quien me ha enseñado a depender de mi sola conciencia, más que 
de los juicios de los otros y estar atento siempre no al mal que se dice de mí, 
sino a no hacer o decir algo malo yo mismo". La práctica de la filosofía como reflexión 
personal y como responsabilidad frente al enigma de la existencia es un rasgo característico 
del método masónico, filosofía como conversación al estilo socrático mas que como "asignatura" 
académica. La masonería que no se define a sí misma como una doctrina, ni como un "istmo" 
ideológico sin embargo sí admite ser "filosofista", la masonería es una 
invitación dirigida a toda persona para que inicie una experiencia filosófica. En 
este sentido es muy pertinente la definición administrativa de la masonería como 
una "organización filosófica, no confesional".
En la larga historia 
del pensamiento humano hay muchos filósofos que merecen atención, empezando por 
Sócrates, Platón y Aristóteles, padres del pensamiento filosófico. Pero para la 
tradición masónica, hay un humanista, modelo del Renacimiento, que define, en su 
lenguaje, en su voluntad comprehensiva, en su libertad interior, paradigmáticamente 
muchos de los rasgos de la tradición masónica, sin haber sido masón. Ese hombre 
es Giovanni Pico de la Mirandola, Conde de la Concordia (1463-1494)
El 
Discurso, también llamado la Oración sobre la dignidad del hombre, habla expresamente 
de la condición del ser humano como artífice de sí mismo, como ser abierto, como 
proyecto y posibilidad inconclusa.
La belleza del texto, su lenguaje específicamente "constructivo", 
su valor filosófico y moral nos anima a transcribir el Discurso sobre la dignidad 
del hombre - parcialmente- como material filosófico idóneo para reflexión en logia.
He leído en los antiguos escritos 
de los árabes, padres venerados, que Abdala el Sarraceno, interrogado acerca de 
cuál era a sus ojos el espectáculo más maravilloso en esta escena del mundo, había 
respondido que nada veía más espléndido que el hombre. Con esta afirmación coincide 
aquella famosa de Hermes: "Gran milagro, oh Asclepio, es el hombre".
Sin embargo, al meditar sobre el significado de estas afirmaciones, no me parecieron 
del todo persuasivas las múltiples razones que son aducidas a propósito de la grandeza 
humana: que el hombre, familiar de las criaturas superiores y soberano de las inferiores, 
es el vínculo entre ellas; que por la agudeza de los sentidos, por el poder indagador 
de la razón y por la luz del intelecto, es intérprete de la naturaleza; que, intermediario 
entre el tiempo y la eternidad es (como dicen los persas) cópula, y también connubio 
de todos los seres del mundo y, según testimonio de David, poco inferior a los ángeles. 
Cosas grandes, sin duda, pero no tanto como para que el hombre reivindique el privilegio 
de una admiración ilimitada. Porque, en efecto, ¿no deberemos admirar más a los 
propios ángeles y a los beatísimos coros del cielo?
Pero, finalmente, me parece 
haber comprendido por qué es el hombre el más afortunado de todos los seres animados 
y digno, por lo tanto, de toda admiración. Y comprendí en qué consiste la suerte 
que le ha tocado en el orden universal, no sólo envidiable para las bestias, sino 
para los astros y los espíritus ultramundanos. ¡Cosa increíble y estupenda! ¿Y por 
qué no, desde el momento que precisamente en razón de ella el hombre es llamado 
y considerado justamente un gran milagro y un ser animado maravilloso?
Pero 
escuchen, oh padres, cuál sea tal condición de grandeza y presten, en su cortesía, 
oído benigno a este discurso mío.
Ya el sumo Padre, Dios arquitecto, había construido 
con leyes de arcana sabiduría esta mansión mundana que vemos, augustísimo templo 
de la divinidad.
Había embellecido la región supra celeste con inteligencia, 
avivado los etéreos globos con almas eternas, poblado con una turba de animales 
de toda especie las partes viles y fermentantes del mundo inferior. Pero, consumada 
la obra, deseaba el artífice que hubiese alguien que comprendiera la razón de una 
obra tan grande, amara su belleza y admirara la vastedad inmensa. Por ello, cumplido 
ya todo (como Moisés y Timeo lo testimonian) pensó por último en producir al hombre.
Entre los arquetipos, sin embargo, no quedaba ninguno sobre el cual modelar 
la nueva criatura, ni ninguno de los tesoros para conceder en herencia al nuevo 
hijo, ni sitio alguno en todo el mundo donde residiese este contemplador del universo. 
Todo estaba distribuido y lleno en los sumos, en los medios y en los ínfimos grados. 
Pero no hubiera sido digno de la potestad paterna el decaer ni aun casi exhausta, 
en su última creación, ni de su sabiduría el permanecer indecisa en una obra necesaria 
por falta de proyecto, ni de su benéfico amor que aquél que estaba destinado a elogiar 
la munificencia divina en los otros estuviese constreñido a lamentarla en sí mismo.
Estableció por lo tanto el óptimo artífice que aquél a quien no podía dotar 
de nada propio le fuese común todo cuanto le había sido dado separadamente a los 
otros. Tomó por consiguiente al hombre que así fue construido, obra de naturaleza 
indefinida y, habiéndolo puesto en el centro del mundo, le habló de esta manera:
- Oh Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una 
prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa 
que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. 
La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes 
por mí prescriptas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna, te la determinarás 
según el arbitrio a cuyo poder te he consignado. Te he puesto en el centro del mundo 
para que más cómodamente observes cuanto en él existe. No te he hecho ni celeste 
ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano 
artífice de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses. Podrás 
degenerar en los seres inferiores que son las bestias, podrás regenerarte, según 
tu ánimo, en las realidades superiores que Son divinas.
¡Oh suma libertad de 
Dios padre, oh suma y admirable suerte del hombre al cual le ha sido concedido el 
obtener lo que desee, ser lo que quiera!
Las bestias en el momento mismo en 
que nacen, sacan consigo del vientre materno, como dice Lucilio, todo lo que tendrán 
después. Los espíritus superiores, desde un principio o poco después, fueron lo 
que serán eternamente. Al hombre, desde su nacimiento, el padre le confirió gérmenes 
de toda especie y gérmenes de toda vida. Y según como cada hombre los haya cultivado, 
madurarán en él y le darán sus frutos. Y si fueran vegetales, será planta; si sensibles, 
será bestia; si racionales, se elevará a animal celeste; si intelectuales, será 
ángel o hijo de Dios, y, si no contento con la suerte de ninguna criatura, se repliega 
en el centro de su unidad, transformando en un espíritu a solas con Dios en la solitaria 
oscuridad del Padre, él, que fue colocado sobre todas las cosas, las sobrepujará 
a todas.
¿Quién no admirará a este camaleón nuestro? O, más bien, ¿quién admirará 
más cualquier otra cosa? No se equivoca Asclepio el Ateniense, en razón del aspecto 
cambiante y en razón de una naturaleza que se transforma hasta a sí misma, cuando 
dice que en los misterios el hombre era simbolizado por Proteo. De aquí las metamorfosis 
celebradas por los hebreos y por los pitagóricos. También la más secreta teología 
hebraica, en efecto, transforma a Henoch ya en aquel ángel de la divinidad, llamado "malakhha-shekhinah", 
ya, según otros en otros espíritus divinos. Y los pitagóricos transforman a los 
malvados en bestias y, de dar fe a Empédocles, hasta en plantas. A imitación de 
lo cual solía repetir Mahoma y con razón: "Quien se aleja de la ley divina 
acaba por volverse una bestia". No es, en efecto, la corteza lo que hace la 
planta, sino su naturaleza sorda e insensible; no es el cuero lo que hace la bestia 
de labor, sino el alma bruta y sensual; ni la forma circular del cielo, sino la 
recta razón, ni la separación del cuerpo hace el ángel, sino la inteligencia espiritual.
Por ello, si ves a alguno entregado al vientre arrastrarse por el suelo como 
una serpiente no es hombre ése que ves, sino planta. Si hay alguien esclavo de los 
sentidos, cegado como por Calipso por vanos espejismos de la fantasía y cebado por 
sensuales halagos, no es un hombre lo que ves, sino una bestia. Si hay un filósofo 
que con recta razón discierne todas las cosas, venéralo: es animal celeste, no terreno. 
Si hay un puro con templador ignorante del cuerpo, adentrado por completo en las 
honduras de la mente, éste no es un animal terreno ni tampoco celeste: es un espíritu 
más augusto, revestido de carne humana.
¿Quién, pues, no admirará al hombre? 
A ese hombre que no erradamente en los sagrados textos mosaicos y cristianos es 
designado ya con el nombre de todo ser de carne, ya con el de toda criatura, precisamente 
porque se forja, modela y transforma a sí mismo según el aspecto de todo ser y su 
ingenio según la naturaleza de toda criatura.
Por esta razón el persa Euanthes, 
allí donde expone la teología caldea, escribe: "El hombre no tiene una propia 
imagen nativa, sino muchas extrañas y adventicias". De aquí el dicho caldeo: "Enosh 
hushinnujim vekammah tebhaoth baal haj", esto es, el hombre es animal de naturaleza 
varia, multiforme y cambiante.
Pero ¿a qué destacar todo esto? Para que comprendamos, 
desde el momento que hemos nacido en la condición de ser lo que queramos, que nuestro 
deber es cuidar de todo esto: que no se diga de nosotros que, siendo en grado tan 
alto, no nos hemos dado cuenta de habernos vuelto semejantes a los brutos y a las 
estúpidas bestias de labor.
Mejor que se repita acerca de nosotros el dicho 
del profeta Asaf: “Ustedes son dioses, hijos todos del Altísimo”. De modo que, abusando 
de la indulgentísima liberalidad del Padre, no volvamos nociva en vez de salubre 
esa libre elección que Él nos ha concedido. Invada nuestro ánimo una sacra ambición 
de no saciarnos con las cosas mediocres, sino de anhelar las más altas, de esforzamos 
por alcanzarlas con todas nuestras energías, dado que, con quererlo, podremos.
Desdeñemos las cosas terrenas, despreciemos las astrales y, abandonando todo 
lo mundano, volemos a la sede ultra mundana, cerca del pináculo de Dios. Allí, como 
enseñan los sacros misterios, los Serafines, los Querubines y los Tronos ocupan 
los primeros puestos. También de éstos emulemos la dignidad y la gloria, incapaces 
ahora desistir e intolerantes de los segundos puestos. Con quererlo, no seremos 
inferiores a ellos. Pero ¿de qué modo? ¿Cómo procederemos? Observemos cómo obran 
y cómo viven su vida.
Si nosotros también la vivimos (y podemos hacerlo), habremos 
igualado ya su suerte. Arde el Serafín con el fuego del amor; fulge el Querubín 
con el esplendor de la inteligencia; está el trono en la solidez del discernimiento. 
Por lo tanto, si, aunque entregados a la vida activa, asumimos el cuidado de las 
cosas inferiores con recto discernimiento, nos afirmaremos con la solidez estable 
de los Tronos. Si, libres de la acción, nos absorbemos en el ocio de la contemplación, 
meditando en la obra al Hacedor y en el Hacedor la obra, resplandeceremos rodeados 
de querubínica luz. Si ardemos sólo por el amor del Hacedor de ese fuego que todo 
lo consume, de inmediato nos inflamaremos en aspecto seráfico.
Sobre el Trono, 
vale decir, sobre el justo juez, está Dios, juez de los siglos. Por encima del Querubín, 
esto es, por encima del contemplante, vuela Dios que, como incubándolo, lo calienta. 
El espíritu del Señor, en efecto, "se mueve sobre las aguas". Esas aguas, 
digo, que están sobre los cielos y que, como está escrito en Job, alaban a Dios 
con himnos antelucanos. El seráfico, esto es, amante, está en Dios y Dios está en 
él: Dios y él son uno solo.
Grande es la potestad de los Tronos y la alcanzaremos 
con el juicio; suma es la sublimidad de los Serafines y la alcanzaremos con el amor.
Pero ¿cómo se puede juzgar o amar lo que no se conoce? Moisés amó al Dios que 
vio y promulgó al pueblo, como juez, lo que primero había visto en el monte. He 
aquí por qué está el Querubín en el medio, con "su luz que nos prepara para 
la llama seráfica" y, a la vez, nos ilumina el juicio de los Tronos.
Este 
es el nudo de las primeras mentes, el orden paládico que preside la filosofía contemplativa: 
esto es lo que primero debemos emular, buscar y comprender para que así podamos 
ser arrebatados a los fastigios del amor y luego descender prudentes y preparados 
a los deberes de la acción. Pero si nuestra vida ha de ser modelada sobre la vida 
querubínica, el precio de tal operar es éste: tener claramente ante los ojos en 
qué consiste tal vida, cuáles son sus acciones, cuáles sus obras. Siéndonos esto 
inalcanzable, somos carne y nos apetecen las cosas terrenas, apoyémonos en los antiguos 
Padres, los cuales pueden ofrecemos un seguro y copioso testimonio de tales cosas, 
para ellos familiares y allegadas.
Preguntemos al apóstol Pablo, vaso de elección, 
qué fue lo que hicieron los ejércitos de los querubines cuando él fue arrebatado 
al tercer cielo. Nos responderá como interpreta Dionisio: que se purificaban, eran 
iluminados y se volvían finalmente perfectos.
También nosotros, pues, emulando 
en la tierra de la vida querubínica, refrenando con la ciencia moral el ímpetu de 
las pasiones, disipando la oscuridad mental con la dialéctica, purifiquemos el alma, 
limpiándola de las manchas de la ignorancia y del vicio, para que los afectos no 
se desencadenen ni la razón delire.
En el alma entonces, así compuesta y purificada, 
difundamos la luz de la filosofía natural, llevándola finalmente a la perfección 
con el conocimiento de las cosas divinas.
Y para no restringimos a nuestros 
Padres, consultemos al patriarca Jacob, cuya imagen refulge esculpida en la sede 
de la gloria. El patriarca sapientísimo nos enseñará que mientras dormía en el mundo 
terreno, velaba en el reino de los cielos. Nos enseñará mediante un símbolo (todo 
se presentaba así a los patriarcas) que hay escalas que del fondo de la tierra llegan 
al sumo cielo, distinguidas en una serie de muchos escalones: en la cúspide: se 
sienta el Señor, mientras los ángeles contempladores alternativamente suben y bajan. 
Y si nuestro deber es hacer lo mismo imitando la vida de los ángeles, ¿quién osará, 
pregunto, tocar las escalas del Señor o con los pies impuros o con las manos poco 
limpias? Al impuro, según los misterios, le está vedado tocar lo que es puro.
Pero, ¿qué son estos pies y estas manos? Sin duda el pie del alma es esa parte 
vilísima con que se apoya en la materia como en el suelo: y yo la entiendo como 
el instinto que alimenta y ceba, pábulo de libido y maestro de sensual blandura. 
¿Y por qué llamaremos manos del alma a lo más irascible que, soldado de los apetitos 
por ellos combate y rapaz, bajo el polvo y el sol, pilla lo que el alma habrá de 
gozar adormilándose en la sombra? Para no ser expulsados de la escala como profanos 
e inmundos, estos pies y estas manos, esto es, toda la parte sensible en que tienen 
sede los halagos corporales que, como suele decirse, aferran el alma por el cuello, 
lavemos con la filosofía moral, como en agua corriente.
Pero tampoco bastará 
esto para volverse compañero de los ángeles que deambulan por la escala de Jacob 
si primero no hemos sido bien instruidos y habilitados para movernos con orden, 
de escalón en escalón, sin salir nunca de la rampa de la escala, sin estorbar su 
tránsito. Cuando hayamos conseguido esto con el arte discursivo y raciocinante y 
ya animados por el espíritu querúbico, filosofando según los escalones de la escala, 
esto es, de la naturaleza, y escrutando todo desde el centro y enderezando todo 
al centro, ora descenderemos, desmembrando con fuerza titánica lo uno en lo múltiple, 
como Osiris, ora nos elevaremos reuniendo con fuerza apolínea lo múltiple en lo 
uno como los miembros de Osiris hasta que, posando por fin en el seno del Padre, 
que está en la cúspide de la escala, nos consumaremos en la felicidad teológica.
Y preguntemos al justo Job, que antes de ser traído a la vida hizo un pacto 
con el Dios de la vida, qué es lo que el sumo Dios prefiere sobre todo en esos millones 
de ángeles que están junto a él. "La Paz", responderá seguramente, según 
lo que se lee en su propio libro: " [Dios es] Aquél que hace la paz en lo alto 
de los cielos". Y puesto que el orden medio interpreta los preceptos del orden 
superior para los inferiores, las palabras del teólogo Job nos sean interpretadas 
por el filosofo Empédocles. Éste, como lo testimonian sus carmenes, simboliza con 
el odio y con el amor, esto es, con la guerra y con la paz, las dos naturalezas 
de nuestra alma por las cuales somos levantados al cielo o precipitados a los infiernos. 
Y él, arrebatado en esa lucha y discordia, a semejanza de un loco, se duele de ser 
arrastrado al abismo, lejos de los dioses.
Sin duda, oh Padres, múltiple es 
la discordia en nosotros; tenemos graves luchas internas peores que las guerras 
civiles. Si queremos huir de ellas, si queremos obtener esa paz que nos lleva a 
lo alto entre los elegidos del Señor, sólo la filosofía moral podrá tranquilizarlas 
y componerlas. Si, sobre todo, nuestro hombre establece tregua con sus enemigos 
y frena los descompuestos tumultos de la bestia multiforme y el ímpetu, el furor 
y el asalto del león. Entonces, si más solícitos de nuestro bien, deseamos la seguridad 
de una paz perpetua, ésta vendrá y colmará abundantemente nuestros votos: muertas 
la una y la otra bestia, como víctimas inmoladas, quedará sancionado entre la carne 
y el espíritu un pacto inviolable de paz santísima. La dialéctica calmará los desórdenes 
de la razón tumultuosamente mortificada entre las pugnas de las palabras y los silogismos 
capciosos. La filosofía natural tranquilizará los conflictos de la opinión y las 
disensiones que trabajan, dividen y laceran de diversos modos el alma inquieta.
 
Pero los tranquilizará de modo de hacernos recordar que la naturaleza, como ha dicho 
Heráclito, es engendrada por la guerra y por eso llamada por Inicioro “contienda”.
Por eso no puede damos verdadera quietud y paz estable, don y privilegio, en 
cambio, de su señora, la santísima teología. Ésta nos mostrará la vía hacia la paz 
y nos servirá de guía, y la paz viendo de lejos que nos aproximamos, "Vengan 
a mí", gritará, "ustedes que están cansados, vengan y los restauraré, 
vengan a mí y les daré la paz que el mundo y la naturaleza no puede darles".
Tan suavemente llamados, tan benignamente invitados, con alados pies como terrenos 
Mercurios, volando hacia el abrazo de la beatísima madre, la ansiada paz gozaremos; 
paz santísima, indisoluble unión, amistad unánime por la cual todos los seres animados 
no sólo coinciden en esa Mente única que está por encima de toda mente, sino que 
de un modo inefable se funden en uno sólo. Esta es la amistad que los pitagóricos 
llaman el fin de toda la filosofía, ésta la paz que Dios actúa en sus cielos y que 
los ángeles que descendieron a la tierra anunciaron a los hombres de buena voluntad 
para que también los hombres, ascendiendo al cielo, por ella se volviesen ángeles.
Esta paz auguremos a los amigos, auguremos a nuestro siglo, auspiciemos en toda 
casa en que entremos, invoquémosla para nuestra alma para que vuelva así morada 
de Dios, para que, expulsada la impureza con moral y con la dialéctica se adorne 
con toda la filosofía como con áulico ornamento, corone el frontón de las puertas 
con la diadema de la teología, de modo que así descienda sobre ella el Rey de la 
gloria y, viniendo con el Padre, ponga mansión con ella. Y si el alma se ha hecho 
digna de tal huésped, ya que la bondad de Él es inmensa, revestida de oro como de 
veste nupcial y de la múltiple variedad de las ciencias, acogerá el magnífico huésped 
no ya como huésped, sino como esposo, con tal de no ser de Él separada, deseará 
apartarse de su gente y, olvidada de la Casa de su padre y hasta de sí misma, ansiará 
morir para vivir en el esposo a cuya vista es preciosa la muerte de los santos. 
Muerte he dicho, si muerte puede llamarse esa plenitud de vida cuya meditación de 
los sabios dijeron que era el estudio de la filosofía.
Y también invocamos a 
Moisés, en poco inferior a esa rebosante plenitud de sacrosanta e inefable inteligencia 
con cuyo néctar los ángeles se embriagan. Oiremos al juez venerando dictarnos así 
leyes, a nosotros que habitamos en la desierta soledad del cuerpo: “Aquéllos que, 
aún impuros, necesiten de la moral, habiten con el vulgo fuera del tabernáculo, 
bajo el cielo descubierto como los sacerdotes tesalios, hasta que estén purificados. 
Aquéllos, en cambio, que ya compusieron sus costumbres, acogidos en el santuario, 
no toquen todavía las cosas sagradas, sino, a través de un noviciado dialéctico, 
como celosos levitas presten servicio en los sagrados oficios de la filosofía. Admitidos 
al fin también ellos, contemplen, en el sacerdocio de la filosofía, ya el multicolor, 
es decir, sidéreo ornamento del palacio de Dios, ya el celeste candelabro de siete 
llamas, ya los elementos de piel, para que, acogidos finalmente en las profundidades 
del templo por méritos de la sublimidad teológica, apartado todo velo de imágenes, 
de la gloria de la divinidad. Esto ciertamente nos ordena Moisés y, ordenando así, 
nos aconseja, nos incita y nos exhorta a preparamos por medio de la filosofía, mientras 
podamos, el camino de la futura gloria celeste.
Pero no sólo los misterios mosaicos 
y los misterios cristianos, sino asimismo la teología de los antiguos nos muestra 
el valor y la dignidad de estas artes liberales de las cuales he venido a discutir. 
¿Qué otra cosa quieren significar, en efecto, en los misterios de los griegos los 
grados habituales de los iniciados, admitidos a través de una purificación obtenida 
con la moral y la dialéctica, artes qué nosotros consideramos ya artes purificatorias? 
¿Y esa iniciación, qué otra cosa puede ser sino la interpretación de la más oculta 
naturaleza mediante la filosofía?
Y finalmente, cuando estaban así preparados, 
sobrevenía la famosa Epopteia, vale decir, la inspección de las cosas divinas mediante 
la teología. ¿Quién no desearía ser iniciado en tales misterios? ¿Quién, desechando 
toda cosa terrena y despreciando los bienes de la fortuna, olvidado del cuerpo, 
no deseará, todavía peregrino en la tierra, llegar a comensal de los dioses y, rociado 
del néctar de la eternidad, recibir, criatura mortal, el don de la inmortalidad? 
¿Quién no deseará estar así inspirado por aquella divina locura socrática, exaltada 
por Platón en el Fedro, ser arrebatado con rápido vuelo a la Jerusalén celeste, 
huyendo con el batir de las alas y de los pies de este mundo, reino maligno?
¡Oh sí, que nos arrebaten, oh padres, que nos arrebaten los socráticos furores sacándonos 
fuera de la mente hasta el punto de ponernos a nosotros y a nuestra mente en Dios!
Y ciertamente que por ellos seremos arrebatados si antes hemos cumplido todo 
cuanto está en nosotros; si con la moral, en efecto, han sido refrenados hasta sus 
justos límites los ímpetus de las pasiones, de modo que éstas se armonicen recíprocamente 
con estable acuerdo: si la razón procede ordenadamente mediante la dialéctica, nos 
embriagaremos, como excitados por las Musas, con la armonía celeste. Entonces Baco, 
señor de las Musas, manifestándose a nosotros, vueltos filósofos, en sus misterios, 
esto es, en los signos visibles de la naturaleza, los invisibles secretos de Dios, 
nos embriagará con la abundancia de la mansión divina en la cual, si somos del todo 
fieles como Moisés, la sobreviniente santísima teología nos animará con dúplice 
furor.
Sublimados, en efecto, en su excelsa atalaya, refiriendo a la medida 
de lo eterno las cosas que son, que fueron y que serán, y observando en ellas la 
original belleza, cual febeos vates, sus amadores alados, hasta que, puestos fuera 
de nosotros en un indecible amor, poseídos por un estro y llenos de Dios como Serafines 
ardientes, ya no seremos más nosotros mismos, sino Aquél que nos hizo.
Los sacros 
nombres de Apolo, si alguien escruta a fondo sus significados y los misterios encubiertos, 
demuestran suficientemente que este dios era filosofo no menos que poeta. Pero habiendo 
ya copiosamente ilustrado esto Ammonio, no hay razón para que yo lo trate de otra 
manera. Recordemos, no obstante, oh padres, los tres preceptos délficos indispensables 
a aquéllos que están por entrar en el sacrosanto y augustísimo templo, no del falso 
sino del verdadero Apolo que ilumina toda alma que viene a este mundo: verán que 
no reclaman otra cosa que no sea abrazar con todas nuestras fuerzas aquella triple 
filosofía sobre la que ahora discutimos.
En efecto, aquel medén agan, esto es, "nada 
con exceso", prescribe rectamente la norma y la regla de toda virtud según 
el criterio del justo medio, del cual trata la moral. Y el famoso gnothi seautón, 
esto es, "conócete a ti mismo", incita y exhorta al conocimiento de toda 
la naturaleza, de la cual el hombre es intersticio y como connubio. Quien, en efecto, 
se conoce a sí mismo, todo en sí mismo conoce, como ha escrito primero Zoroastro 
y después Platón en Alcibíades. Finalmente, iluminados en tal conocimiento por la 
filosofía natural, próximos ahora a Dios y pronunciando el saludo teológico Él, 
esto es, Tú eres, llamaremos al verdadero Apolo familiar y alegremente.
Interrogaremos 
también al sapientísimo Pitágoras, sabio sobre todo por no haberse nunca considerado 
digno de tal nombre. Nos prescribirá en primer lugar, "No sentamos sobre el 
celemín", esto es, no dejar inactiva aquella parte racional con la cual el 
alma mide todo, juzga y examina, sino dirigirla y mantenerla pronta con el ejercicio 
y la regla de la dialéctica. Nos indicará luego dos cosas que hay que primero evitar: "Orinar 
frente al Sol" y "Cortarnos las uñas durante el sacrificio". Sólo 
cuando con la moral hayamos expulsado de nosotros los apetitos superfluos de la 
voluntad y hayamos despuntado las garras ganchudas de la ira y los aguijones del 
ánimo, sólo entonces empezaremos a intervenir en los sagrados misterios de Baco, 
de los cuales hemos hablado, y a dedicarnos a la contemplación de la cual el Sol 
es merecidamente reputado padre y señor. Nos aconsejará, en fin, "alimentar 
el gallo", de saciar con el alimento y la celeste ambrosía de las cosas divinas 
la parte divina de nuestra alma. Es éste el gallo cuyo aspecto teme y respeta el 
león, esto es toda potestad terrena. Es éste el gallo al cual según Job fue dada 
la inteligencia. Al canto de este gallo se orienta el hombre extraviado. Este es 
el gallo que canta cada día al alba, cuando los astros matutinos alaban al Señor. 
Este es el gallo que Sócrates moribundo, en el momento en que esperaba reunir lo 
divino de su alma con la divinidad del Todo y ya lejos del peligro de enfermedad 
corpórea, dijo ser deudor a Esculapio, o sea, el médico de las almas.
Examinemos 
también los documentos de los caldeos y, si les damos fe, encontraremos que en virtud 
de las mismas artes se abre a los mortales la vía de la felicidad. Escriben los 
intérpretes caldeos que fue sentencia de Zoroastro que el alma era alada y que, 
al caérseles las alas, se precipita al cuerpo y vuelve a volar al cielo cuando de 
nuevo le crecen. Habiéndole preguntado los discípulos de qué modo podrían volver 
al alma apta para el vuelo, con las alas bien emplumadas, respondió: "Rociar 
las alas con las aguas de la vida". Y habiéndole preguntado a su vez dónde 
podrían alcanzar estas aguas, les respondió, según su costumbre, con una parábola: "El 
paraíso de Dios está bañado e irrigado por cuatro ríos: alcancen allí las aguas 
salvadoras". El nombre del río que corre en el Septentrión se dice Pischon, 
que significa justicia; el del ocaso tiene por nombre Dichon, vale decir, expiación; 
el de oriente se llama Chiddekel, y quiere decir luz, y el que corre, en fin, a 
mediodía, se llama Perath, y se puede interpretar fe. Fíjense, oh padres, y consideren 
con atención el significado de estos dogmas de Zoroastro. No significan, ciertamente, 
sino que purifiquemos la legañosidad de los ojos con la ciencia moral, como con 
ondas occidentales; que con la dialéctica, como un nivel boreal, fijemos atentamente 
la mirada; que luego debemos habituamos a soportar en la contemplación de la naturaleza 
de la luz todavía débil de la verdad, como primer indicio del sol naciente; hasta 
que, por último, mediante la piedad teológica y el santísimo culto de Dios, podamos 
resistir vigorosamente, como águilas del cielo, el fulgurante esplendor del sol 
a mediodía.
Estos son, acaso, los conocimientos matutinos, meridianos y vespertinos 
cantados primero por David y después explicados más ampliamente por Agustín. Esta 
es la luz esplendente que inflama directa a los Serafines y que al par ilumina a 
los Querubines. Esta es la razón a que siempre tendía el padre Abraham. Este es 
el lugar donde, según la enseñanza de los cabalistas y los moros, no hay sitio para 
los espíritus inmundos. 
	

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