PORTAL MARTINISTA DEL GUAJIRO
"Purificaos, pedid, recibid y obrad.
      Toda la Obra se halla en estos cuatro tiempos"
			
René Guénon 
La confusión entre el dominio esotérico e iniciático y el dominio 
místico, o, si se prefiere, entre los puntos de vista que les corresponden respectivamente, 
es una de las que se cometen hoy con más frecuencia, y eso, parece, de una manera 
que no siempre es enteramente desinteresada; por lo demás, hay en eso una actitud 
bastante nueva, o que al menos, en ciertos medios, se ha generalizado mucho en estos 
últimos años, y es por lo que nos parece necesario comenzar por explicarnos claramente 
sobre este punto.
Está ahora de moda, si se puede decir, calificar de «místicas» a las doctrinas orientales 
mismas, comprendidas aquellas en las que no hay ni siquiera la sombra de una apariencia 
exterior que pudiera, para aquellos que no van más lejos, dar lugar a una tal calificación; 
el origen de esta falsa interpretación es naturalmente imputable a algunos orientalistas, 
que, por lo demás, al comienzo pueden no haber sido llevados a ella por una segunda 
intención claramente definida, sino tan solo por su incomprensión y por la determinación 
más o menos inconsciente, que les es habitual, de reducirlo todo a puntos de vista 
occidentales.
Pero después han venido otros que se han apoderado de esta asimilación abusiva, 
y que, viendo el partido que podrían sacar de ella para sus propios fines, se esfuerzan 
en propagar la idea en cuestión fuera del mundo especial, y en suma bastante restringido, 
de los orientalistas y de su clientela; y esto es más grave, no solo porque es por 
eso sobre todo como esta confusión se extiende cada vez más, sino también porque 
no es difícil percibir en ello las marcas inequívocas de una tentativa «anexionista» 
contra la cual importa estar sobre aviso.
En efecto, éstos a los que hacemos alusión aquí son aquellos que se pueden considerar 
como los negadores más «serios» del esoterismo, queremos decir con esto los exoteristas 
religiosos que se niegan a admitir nada que éste más allá de su propio dominio, 
pero que estiman sin duda esta asimilación o esta «anexión» más hábil que una negación 
brutal; y, al ver de qué manera algunos de entre ellos se aplican a disfrazar de 
«misticismo» las doctrinas más claramente iniciáticas, parece verdaderamente que 
esta tarea reviste a sus ojos un carácter particularmente urgente.
A decir verdad, habría no obstante, en ese mismo dominio religioso al que pertenece 
el misticismo, algo que, bajo ciertos aspectos, podría prestarse mejor a una aproximación, 
o más bien a una apariencia de aproximación: es lo que se designa por el término 
de «ascético», ya que en ello hay al menos un método «activo», en lugar de la ausencia 
de método y de la «pasividad» que caracterizan el misticismo, sobre los cuales tendremos 
que volver enseguida; pero no hay que decir que esas similitudes son completamente 
exteriores, y, por otra parte, esta «ascética» sólo tiene metas que son demasiado 
visiblemente limitadas como para poder ser utilizada ventajosamente de esta manera, 
mientras que, con el misticismo, nunca se sabe exactamente dónde se va, y esa vaguedad 
misma es ciertamente propicia a las confusiones.
Únicamente, aquellos que se libran a ese trabajo a propósito deliberado, al igual 
que aquellos que les siguen más o menos inconscientemente, no parecen sospechar 
que, en todo lo que se refiere a la iniciación, no hay en realidad nada de vago 
ni de nebuloso, sino al contrario, cosas muy precisas y muy «positivas»; y, de hecho, 
la iniciación es, por su naturaleza misma, propiamente incompatible con el misticismo.
Por lo demás, esta incompatibilidad no resulta de lo que implica originalmente la 
palabra «misticismo» misma, que está incluso manifiestamente emparentada a la antigua 
designación de los «misterios», es decir, a algo que pertenece al contrario al orden 
iniciático; pero esta palabra es de aquellas para las cuales, lejos de poder referirse 
únicamente a su etimología, uno está rigurosamente obligado, si se quiere hacer 
comprender, a tener en cuenta el sentido que le ha sido impuesto por el uso, y que 
es, de hecho, el único que se le atribuye actualmente.
Ahora bien, todo el mundo sabe lo que se entiende por «misticismo», desde hace ya 
muchos siglos, de suerte que ya no es posible emplear este término para designar 
otra cosa; y es eso lo que, decimos, no tiene y no puede tener nada en común con 
la iniciación, primero porque ese misticismo depende exclusivamente del dominio 
religioso, es decir, exotérico, y después porque la vía mística difiere de la vía 
iniciática por todos sus caracteres esenciales, y porque esta diferencia es tal 
que resulta entre ellas una verdadera incompatibilidad.
Por lo demás, precisamos que se trata de una incompatibilidad de hecho más bien 
que de principio, en el sentido de que, para nos, no se trata de ningún modo de 
negar el valor al menos relativo del misticismo, ni contestarle el lugar que puede 
pertenecerle legítimamente en algunas formas tradicionales; así pues, la vía iniciática 
y la vía mística pueden coexistir perfectamente, pero lo que queremos decir, es 
que es imposible que alguien siga a la vez la una y la otra, y eso incluso sin prejuzgar 
nada de la meta a la cual pueden conducir, aunque, por lo demás, ya se pueda presentir, 
en razón de la diferencia profunda de los dominios a los que cada una se refiere, 
que esa meta no podría ser la misma en realidad.
Hemos dicho que la confusión que hace ver a algunos misticismos, allí donde no hay 
el menor trazo de él, tiene su punto de partida en la tendencia a reducirlo todo 
a los puntos de vista occidentales; es que, en efecto, el misticismo propiamente 
dicho es algo exclusivamente occidental y, en el fondo, específicamente cristiano.
A este propósito, hemos tenido la ocasión de hacer una observación que nos parece 
lo bastante curiosa como para que la anotemos aquí: en un libro del que ya hemos 
hablado en otra parte, el filósofo Bergson, oponiendo lo que llama la «religión 
estática» y la «religión dinámica», ve la más alta expresión de esta última en el 
misticismo, que, por lo demás, no comprende apenas, y que admira sobre todo por 
lo que podríamos encontrar en él, al contrario, de vago e incluso de defectuoso 
bajo algunos aspectos; pero lo que puede parecer verdaderamente extraño por parte 
de un «no cristiano», es que, para él, el «misticismo completo», por poco satisfactoria 
que sea la idea que se hace de él, por ello no es menos el de los místicos cristianos.
En verdad, por una consecuencia necesaria de la poca estima que siente por la «religión 
estática», olvida demasiado que los místicos en cuestión son cristianos antes incluso 
de ser místicos, o al menos, para justificar que sean cristianos, coloca indebidamente 
el misticismo en el origen mismo del cristianismo; y, para establecer a este respecto 
una suerte de continuidad entre éste y el judaísmo, llega a transformar en «místicos» 
a los profetas judíos; evidentemente, del carácter de la misión de los profetas 
y de la naturaleza de su inspiración, no tiene ni la menor idea.
Sea como sea, si el misticismo cristiano, por deformada o disminuida que sea su 
concepción de él, es así a sus ojos el tipo mismo del misticismo, la razón de ello 
es, en el fondo, bien fácil de comprender: es que, de hecho y para hablar estrictamente, 
no existe apenas otro misticismo que ese; e incluso los místicos que se llaman «independientes», 
y que diríamos gustosamente «aberrantes», no se inspiran en realidad, aunque sea 
sin saberlo, sino de ideas cristianas desnaturalizadas y más o menos enteramente 
vacías de su contenido original.
Pero eso también, como tantas otras cosas, escapa a nuestro filósofo, que se esfuerza 
en descubrir, con anterioridad al cristianismo, «esbozos del misticismo futuro», 
mientras que, en realidad, se trata de cosas totalmente diferentes; hay así, concretamente 
sobre la India, algunas páginas que dan testimonio de una incomprensión inaudita.
Las hay también sobre los misterios griegos, y aquí la aproximación, fundada sobre 
el parentesco etimológico que hemos señalado más atrás, se reduce en suma a un torpe 
juego de palabras; por lo demás, Bergson se ve forzado a confesar él mismo que «la 
mayoría de los misterios no tuvieron nada de místicos»; pero entonces ¿por qué habla 
de ellos bajo este vocablo?
En cuanto a lo que fueron esos misterios, se hace de ellos la representación más 
«profana» que pueda darse; y, en verdad, ignorando todo de la iniciación, ¿cómo 
podría comprender que hubo allí, así como en la India, algo que en primer lugar 
no era de ningún modo de orden religioso, y que después iba incomparablemente más 
lejos que su «misticismo», e incluso, es menester decirlo, que el misticismo auténtico, 
que, por eso mismo de que se queda en el dominio puramente exotérico, tiene forzosamente 
también sus limitaciones?
No nos proponemos exponer al presente en detalle y de una manera completa todas 
las diferencias que separan en realidad los dos puntos de vista iniciático y místico, 
ya que solo eso requeriría todo un volumen; nuestra intención es sobre todo insistir 
aquí sobre la diferencia en virtud de la cual la iniciación, en su proceso mismo, 
presenta caracteres completamente diferentes de los del misticismo, hasta incluso 
opuestos, lo que basta para mostrar que se trata de dos «vías» no solo distintas, 
sino incompatibles en el sentido que ya hemos precisado.
Lo que se dice más frecuentemente a este respecto, es que el misticismo es «pasivo», 
mientras que la iniciación es «activa»; por lo demás, eso es muy verdadero, a condición 
de determinar bien la acepción en la que debe entenderse esto exactamente.
Eso significa sobre todo que, en el caso del misticismo, el individuo se limita 
a recibir simplemente lo que se presenta a él, y tal como se presenta, sin que él 
mismo cuente en eso para nada; y, digámoslo de inmediato, es en eso donde reside 
para él el peligro principal, por el hecho de que está «abierto» así a todas las 
influencias, de cualquier orden que sean, y de que además, en general y salvo raras 
excepciones, no tiene la preparación doctrinal que sería necesaria para permitirle 
establecer entre ellas una discriminación cualquiera.
En el caso de la iniciación, al contrario, es al individuo a quien pertenece la 
iniciativa de una «realización» que perseguirá metódicamente, bajo un control riguroso 
e incesante, y que deberá llevarle normalmente a rebasar las posibilidades mismas 
del individuo como tal; es indispensable agregar que esta iniciativa no es suficiente, 
ya que es bien evidente que el individuo no podría rebasarse a sí mismo por sus 
propios medios, pero, y es esto lo que nos importa por el momento, es esa iniciativa 
la que constituye obligatoriamente el punto de partida de toda «realización» para 
el iniciado, mientras que el místico no tiene ninguna, ni siquiera para cosas que 
no van en modo alguno más allá del dominio de las posibilidades individuales.
Esta distinción puede parecer ya bastante clara, puesto que muestra bien que no 
se podrían seguir a la vez las dos vías iniciática y mística, pero, no obstante, 
ella sola no podría bastar; podríamos decir incluso que no responde todavía más 
que al aspecto más «exotérico» de la cuestión, y, en todo caso, es demasiado incompleta 
en lo que concierne a la iniciación, de la que está muy lejos de incluir todas las 
condiciones necesarias; pero, antes de abordar el estudio de esas condiciones, todavía 
nos quedan que disipar algunas confusiones.
			  
	

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