Anécdotas Aeronáuticas
Ernesto Miguel Burga Ortiz

Todo había empezado un mes antes; corría el año 1980 y el Alto 
Mando de la FAP, después de prolongada evaluación había decidido la recuperación 
de los aviones De Havilland DH-C115 “BUFFALO” que técnica y económicamente fuera 
factible; la decisión corrió como reguero de pólvora en el Grupo Aéreo 8, el Buffalo, 
la Fuerza Aérea, volvería a hacerse presente en aeródromos semi olvidados de nuestra 
selva. 
De características operacionales muy especiales, este avión había 
prestado excepcionales servicios en la selva y en los campos de altura de nuestra 
inhóspita cordillera, no obstante, por diversas razones, fundamentalmente económicas, 
la flota fue paulatinamente degradándose hasta quedar totalmente inoperativa y los 
aviones fueron embalsamados formando una línea de inútiles fósiles metálicos, inservible 
montón de chatarra ¡Y ahora se iban a recuperar! La noticia despertó interés y mucha 
ilusión, la reparación se haría en el SEMAN (Servicio de Mantenimiento) en la Guarnición 
Aérea de Las Palmas, y se le había dado máxima prioridad.
Sería aproximadamente 
las diez y media de la mañana cuando me informaron que estaba llegando el coronel 
Mario Muñiz jefe del Grupo Aéreo N*3; casi inmediatamente escuché su voz por el 
intercomunicador convocándome a su despacho, lo encontré de pie, sonriente, casi 
exultante, mientras ojeaba unos documentos
- Eco Bravo - me dijo, llamándome 
por mi apelativo, al tiempo que se sentaba tras su escritorio y sacaba y encendía 
uno de sus infaltables cigarrillos- Siéntate – me dijo - el GRUPO 3 tiene un trabajito 
en ciernes.
Tomé asiento y permanecí en silencio esperando el comentario 
o la orden, el coronel pareció disfrutar de esos segundos de intriga de mi parte, 
dio una chupada a su cigarrillo y, por fin, empezó a hablar
- Como sabes, 
se ha decidido que se reparen los Buffalo, en el SEMAN - volvió a quedarse en silencio 
mirándome con atención, como esperando algún comentario o pregunta de mi parte, 
lo cual me intrigó más por cuanto no alcanzaba a comprender a qué se debía ese preámbulo, 
luego continuó - Los especialistas han inspeccionado las posibles rutas para llevar 
los aviones por tierra, tractados o sobre plataformas, pero aun quitándole parte 
de las alas el ancho es excesivo – volvió a quedarse callado y a mirarme, sonriendo, 
invitándome a sugerir la conclusión
- ¿Qué, hay que llevarlos en carga externa?
- pregunté, casi seguro de que esa sería la noticia que me daría. 
- 
¡Claro, 
nos sacamos la lotería! – Nueva pausa - Haz el planeamiento y si es factible, como 
espero que sea, preparas la Orden de Operaciones – Listo, la orden estaba dada.
De inmediato me aboqué al planeamiento de la operación; el asunto no era 
sencillo, sería la primera vez que se realizaría un trabajo de esa magnitud y me 
temía que el helicóptero no tuviera la capacidad suficiente para levantar semejante 
peso, o que estuviéramos demasiado cerca a los límites de operación, lo cual la 
haría peligrosa. Bueno, no había que anticiparse.
Si bien teníamos mucha 
experiencia en el transporte de carga externa, esta era en helicópteros medianos, 
pero el MI-6 eran palabras mayores, de fabricación soviética era el mas grande del 
mundo, con capacidad para 65 tropas equipadas y con un gigantesco rotor de 35 metros 
de diámetro era un verdadero monstruo, pesado y, como todo lo gigantesco, lento 
para reaccionar y desplazar semejante masa, incluso tenía dos pequeñas alas para 
aumentar la sustentación
Como primer paso para el traslado del Callao a Las 
Palmas determinamos la ruta a seguir considerando que deberíamos estar el menor 
tiempo posible sobre áreas urbanas, lo cual nos llevó a una ruta mas larga, bordeando 
por la línea de playa hasta la cara norte del Morro Solar y luego directo hacia 
la cabecera de la pista de aterrizaje, apenas si cortando fuera del eje; en esa 
zona habían relativamente pocas construcciones que dejaríamos a la izquierda durante 
la aproximación final y que en caso de emergencia podríamos evitar fácilmente; establecimos 
el tiempo estimado de vuelo, revisamos tablas de consumo de combustible, tablas 
de peso de operación, removimos todo lo removible que significara disminuir peso, 
hasta las alas, pero aun así el resultado no fue muy halagüeño, estaríamos en el 
límite del peso máximo aun con mínimo combustible.
Lo ideal, y más seguro, 
era emplear un cable largo para levantar la carga a pura potencia hasta que la parte 
inferior del fuselaje del avión quedara a una distancia del suelo que permitiera 
iniciar el vuelo y continuar el ascenso sin perder altura, pero después de los cálculos 
respectivos determinamos que no teníamos potencia suficiente; sería necesario operar 
con cable más corto y emplear el máximo de potencia para aprovechar el “colchón” 
de aire que se forma debajo del helicóptero y sobre el cual se ”apoyaría” , aunque 
esto significara que la panza del avión estaría peligrosamente cerca al suelo. No 
había vuelta que darle, habíamos disminuido el peso, tanto de la carcasa a transportar 
como del helicóptero y eso era todo lo que podíamos hacer ¡ A las tablas de operación 
y a sacarles el jugo !
Transportar esos fuselajes en carga externa no sería 
sencillo; había un factor que era muy importante del cual solamente teníamos un 
estimado teórico y que únicamente podríamos determinar durante la operación ¿A qué 
velocidad del helicóptero el perfil aerodinámico del fuselaje del avión alcanzaría 
su velocidad de sustentación? En ese momento el avión trataría de “volar”, como 
sucede con los planeadores, volviéndose inestable, dificultando su traslado y sometiendo 
los cables de sujeción a mayores esfuerzos; ese sería el límite de velocidad, que 
seguramente sería bastante bajo y que daría la pauta para los otros vuelos. Finalmente 
todo estuvo listo y preparado para el primer vuelo, que tenía que realizarse sin 
errores pues los márgenes eran muy estrechos.
El avión, de panza sobre caballetes 
de madera, sin trenes y con los estrobos de balance instalados, el cable principal 
para enganchar la carga desplegado al costado del fuselaje y en la posición requerida, 
el helicóptero recargado. Como última recomendación al personal que estaría en tierra, 
fue que retiraran todo elemento suelto que pudiera salir disparado por la fuerza 
del aire que lanzaría el helicóptero. 
Iniciamos la operación muy temprano 
para aprovechar la baja temperatura y el poco viento de las mañanas; arrancamos 
motores, hicimos los chequeos correspondientes y empezamos a taxear hacia la zona 
de carga. A una distancia que consideramos prudencial elevamos el helicóptero y 
nos pusimos en vuelo estacionario y, pese a que estábamos con poca potencia, el 
gigantesco rotor lanzaba aire con gran fuerza en todas direcciones, el persona de 
tierral luchaba por mantener el equilibrio y, aunque habían limpiado el área, salieron 
volando infinidad de basuras, trapos, guantes y hasta un par de anteojos para sol 
cuyo ingenuo propietario debe haberlo recogido en partes, si acaso.
Nos colocamos 
al costado del avión y luego, lentamente, nos colocamos encima del fuselaje; fuimos 
aumentando la potencia gradualmente hasta que el avión a transportar se desprendió 
de los caballetes de soporte y quedó suspendido en el aire. Los motores estaban 
al máximo y tal como estaba previsto casi no quedaba potencia para el decolaje, 
así que con mucha calma, cuidando la altura, lentamente fuimos tomando velocidad 
hasta que despegamos, Qué alivio. 
Inicialmente todo estuvo bien, de acuerdo 
a lo planeado los tripulantes tomaban nota de todo, parámetros, temperaturas, velocidades, 
torque, etc. lo que nos sería de mucha utilidad para los siguientes vuelos; parecía 
que ya habíamos superado la primera parte.
Nos dirigimos al oeste, hacia 
la línea de costa sobre terrenos agrícolas, al llegar a la línea de playa enrumbamos 
al sur sobre la rada del Callao, sobrevolando buques y espigones; el vuelo se inició 
con buenos augurios, estable y tranquilo nos permitía mirar el panorama; siempre 
sobre el mar pudimos ver nítidamente la Avenida Buenos Aires, que llega hasta el 
extremo de La Punta, luego los acantilados de La Perla y el colegio Leoncio Prado, 
San Miguel y Magdalena, el helicóptero de observación se mantenía ligeramente atrás 
de nosotros y cuando creíamos haber encontrado la velocidad adecuada vino lo inesperado, 
sentimos un ligero sacudón, perceptible pero no alarmante y casi al instante escuché 
la voz del Maestro de carga, tensa pero serena, cuya misión era vigilar la carga
- ¡Eco Bravo! ¡Se ha roto el cable del ala derecha! 
- ¿Cómo está el 
avión? - pregunté alarmado
- ¡Se ha inclinado hacia un lado y ha empezado 
a pendular hacia un costado!
- Mantenme informado del movimiento, avísame 
si aumenta la oscilación
- Está aumentando el balanceo ¡Baje la velocidad! 
- ¡Lo que me temía! Al cambiar de perfil la carga se había vuelto inestable y ese 
era el resultado.
Esta era una situación diferente ¿Qué hacer? Habíamos previsto 
que el fuselaje del Buffalo trataría de volar y levantar la proa y ese sería el 
límite de velocidad, pero ahora se balanceaba también hacia un lado haciendo un 
movimiento casi circular, como intentando hacer un viraje, haciendo más inestable 
el vuelo Era indispensable disminuir la velocidad, con lo cual nos demoraríamos 
más de lo previsto y con el consecuente mayor consumo de combustible, estábamos 
prácticamente a mitad del vuelo y, fuera que regresáramos al Callao o que continuáramos 
a Las Palmas no teníamos un lugar despejado para dejar la carga sino hasta casi 
llegar al punto de destino, y en ambos casos tendríamos que sobrevolar área poblada 
¿Tendríamos suficiente combustible? Si nos quedáramos escasos de combustible y fuera 
necesario liberarnos de la carga, sería en el tramo final ¿Cuál de los dos lugares 
era más seguro, el Callao o Las Palmas?
Decidí dirigirme a Las Palmas pero 
cortando sobre un punto algo más al norte de la ruta inicialmente prevista, más 
poblada pero aun así con espacios para soltar la carga, si fuera necesario; al menos, 
esa era la idea.
Toda la tripulación estaba pendiente de mis órdenes, el 
único que hablaba era el maestro de carga informándome del comportamiento del avión 
que inclinado hacia el lado derecho se bamboleaba fuera de balance, y con mayor 
intensidad en cuanto tratábamos de aumentar un poco la velocidad. 
Mi copiloto, 
el mayor Luis Barrantes, cuyo apelativo de Lima Bravo había quedado en el olvido 
y era más conocido por su sobrenombre de “Chivo” era también un piloto calificado 
y de experiencia, y con él intercambiamos ideas ponderando la situación; decidimos 
que contábamos con margen suficiente para llegar, aunque con bajo nivel de combustible. 
A partir de ese momento sólo se escuchó la voz del maestro de carga "cantando" el 
comportamiento del avión, y la del ingeniero de vuelos informando del remanente 
de combustible y parámetros.
Mentalmente sacaba mis cálculos para decidir 
si sería necesario variar más la ruta para entrar a Las Palmas, aunque eso significara 
sobrevolar área urbana más tiempo aun; sabía que había factores de riesgo que iban 
confluyendo y que se acercaba el momento en que tendría que decidir qué hacer.
Continuar por la ruta menos poblada pero más larga nos ponía en riesgo de no 
contar con suficiente combustible y tener que dejar el avión en los campos de cultivo 
cercanos, o tal vez simplemente dejarlo caer; a partir de ese momento dejamos de 
considerar la posibilidad de que se rompa el cable y asumimos que resistiría el 
tramo que faltaba y nos concentramos en calcular el combustible. 
El margen 
de decisión era cada vez más estrecho, el momento decisivo sería cuando la luz de 
alerta de bajo nivel de combustible empezara a “parpadear”, lo cual nos indicaría 
que estábamos en situación de "alerta" por bajo nivel; habíamos calculado que siguiendo 
la ruta planeada esta luz se encendería estando ya en el tramo final enfilados hacia 
la cabecera del campo, evitando zona urbana. Lamentablemente nuestros cálculos no 
resultaron tan precisos y la luz empezó a titilar bastante antes de lo previsto, 
pero ya no había caso, no nos quedaba más remedio que continuar tratando de evitar 
las casas hasta donde fuera posible; en cuanto la luz quedó fija indicando que estábamos 
en “emergencia” nos dirigimos directamente a la cabecera de la pista. 
- 
¡Empieza a cronometrar! - le dije al “Chivo”, lo cual era innecesario porque hacía 
rato que estaba “prendido” del reloj en el tablero
Continuamos volando en 
silencio con las miradas yendo de la cabecera del campo a los relojes y a la luz 
de bajo nivel, que ya estaba fija indicándonos que estábamos con sólo la reserva 
mínima, pero no podíamos aumentar la velocidad de aproximación porque se desestabilizaría 
la carga a la vez que aumentarían las tensiones sobre los cable; poco a poco nos 
fuimos aproximando, los minutos parecían volar pero la cabecera del campo no parecía 
más cerca que antes.
El tramo final, ya con poca altura, fue verdaderamente 
pintoresco y hasta tuvo algo de gracioso; sobrevolamos la Villa Militar y vimos 
que al escuchar el inusual ruido que hacía el helicóptero aparecieron en las azoteas 
multitud de caras, unas curiosas y otras atemorizadas, al tiempo que los perros 
saltaban y ladraban dando vueltas como locos y las gallinas corrían y volaban aterradas. 
No me maginaba que había tanta gente criando gallinas en los techos.
Angustiados 
como estábamos no hicimos la aproximación a la cabecera del campo sino directamente 
a la plataforma de parqueo y no al punto de la pista que se había previsto, el Maestro 
de Carga "cantando" la altura entre la carga y la pista; en medio de gran polvareda 
nos pusimos en vuelo estacionario en un punto que a mi criterio era más conveniente 
dada la circunstancia, ignorando las indicaciones que nos hacía desesperadamente 
el señalero para indicarnos el punto designado por el SEMAN. Lo que necesitábamos 
era aterrizar de inmediato, aunque fuera en la plaza de armas. 
- “Chivo.” 
¿Cuánto tiempo nos queda? - yo calculaba que no más de tres minutos
- Ya 
casi no tenemos tiempo
- Escucha, si se apagan los motores suelto la carga 
y voy a tratar de alejarme lo más que pueda, adelante y a la izquierda y ojalà que 
la cola no choque con el avión. Negro -al ingeniero de vuelos - 
tú cortas el combustible, 
atentos
- ¿Qué combustible, si ya no hay? - dijo el Chivo, riéndose
- ¡Desgraciado, abajo me las pagas! - mentalmente lo requinté.
En esos 
segundos finales sólo se escuchaba la voz del maestro de carga dando las instrucciones 
de detalle, todos estábamos muy tensos y hubiéremos querido hacer las cosas más 
rápido pero no había más remedio que actuar con calma; el avión, inclinado como 
estaba, debía ser colocado en tierra lenta y suavemente para que no se dañe la estructura.
- ¡Tres metros …. Dos…. uno….contacto! ¡LIBRE!
Temiendo que los motores 
se detuvieran en cualquier momento, desplacé el helicóptero en diagonal para que 
el largo cable de acero, de 2 pulgadas, no cayera sobre el avión y lo dañara; aterrizamos 
de inmediato, donde estábamos, al costado del avión y sin hacer caso del “señalero” 
que, como un poseso, seguía llamándonos con sus paletas de señales.
Apagamos 
los motores antes que se apagaran por sí mismos y nos quedamos en silencio, cada 
uno en su lugar; según el cronómetro nos quedaba combustible para menos de dos minutos; 
un momento después subió un oficial del SEMAN
- Buenos días mi comandante 
¿Todo bien?  
- Hola , buenos días; sí, todo bien - dije con aparente calma
- Mi comandante, qué le costaba “un minutito más”, lo hubiera puesto donde lo 
llamaba el señalero y ...  
El “Chivo “y yo nos miramos y, al unísono, nos 
echamos a reír. Si supieras en la que hemos estado.
	
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